Literatura Cronopio

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Dos

DOS

Por Mónica Flores Correa*

[blockquote cite=»‘The waves’, Virginia Woolf» type=»left»]Oh, Death, you are the enemy. Oh, life, so you are[/blockquote]

Mamá siguió de largo. Avanzando, la cabeza gacha, concentrada en el andador, firme en su equívoco. En vez de doblar a la izquierda y tomar el sendero que lleva a la clínica, encaró un trayecto paralelo al edificio, sin ver las luces de la tarde que allí se encendían, luces que prometían la cena y que ella ignoraba.

Había dicho que tenía hambre, que pollo era el plato de esa noche. La clínica olía siempre a caldo de pollo, hecho que no amortiguaba su apetito. «Lo hacen bien», aprobó. Con andador y todo, impaciente, se adelantó un trecho al distraerme yo observando el amarillo de un arbusto de forsitias y dos castañas escondidas bajo el matorral, sobrevivientes del otoño distante. Me llamó la atención que una se hubiese arrepentido, parecía, antes de germinar.

Grité «¡a la izquierda, mamá, a tu izquierda!». Sin éxito. Se impuso su sordera, su media ceguera, el chirrido de las ruedas del andador, quizás su hambre ciega.

Habrá que comprarle otro audífono, pensé. Me apresuré y me le planté. No se dio cuenta, absorbida en el progreso de aquella extensión suya, la criatura cuadrúpeda, metálica y cuadrúpeda.

—Hacia tu izquierda —repetí— te pasaste.

Con su soporte, dio un giro de noventa grados, estrechó los ojos, el útil y el inútil, en ranuras de reconocimiento, y quedó así frente a la clínica.

Con aplomo animal, trapaleó en la dirección correcta.

(…)

Ramona, la enfermera favorita de mamá, me advirtió del peligro de que en su media ceguera, Lucky (Ramona llamaba a mamá por su sobrenombre y solo cuando la paciente se ponía obcecada le decía Lucretia) deambulara por el parque —siempre derecho, su forma de deambular—, alcanzara la entrada, se perdiese. Indispensable entonces, previo al audífono, era resolver el asunto de una alarma portátil, insistir en que se la colgase del cuello, que ni ella ni las enfermeras se olvidasen. La lista de necesidades de mamá se hizo larga a partir de la diálisis; interminable desde el derrame. Esta última debacle le había dejado la mitad izquierda del cuerpo insensible, el ojo de ese lado ciego.

Costosa mamá. Wences pagaría estas urgencias, fiel a su estilo —mi hermano con estilo— de responsabilizarse vía cuenta bancaria de la señora en quien se sumaban las prolongaciones foráneas. Andador, audífono, tubos para diálisis y otros apéndices para simular el funcionamiento correcto de su cuerpo desvencijado.

—¿Dónde está el tenedor? ¿Dónde está, Emilia? —preguntaba enojada (de veras tenía hambre), sin darse cuenta de que el tenedor, o la cuchara, o podía ser el sandwiche, la cosa de turno contra ella conjurada, se hallaba en su mano semi muerta. En el lado nulo de su vida, los objetos igual que los espacios se erigían como trampas, la primera razón de sus barullos.

Encerré su muñeca entre mis dedos, le agité la mano, con ella el tenedor.

—Aquí, mamita, aquí.
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Emitió un pffff, mezcla de alegría —¡por fin el pollo!— y bufido de fiasco por su incompetencia.

Siempre a esa hora en el comedor la vida riente barría, tomaba distancia por lo menos, de la enfermedad todopoderosa, el funeral futuro. Ruido, luz, calor en el aire, en las barrigas, fauces viejas triturando aves, manos secas atrapando el pan, el tumulto de platos y bandejas, chanzas, risotadas, las voces altas de las enfermeras y mucamas. Un presente tan doméstico que casi nos convencía de su eternidad.

Después se hacía una sobremesa corta, un último juego de dominó para algunos, una lectura de libros o revistas para otros, media hora de televisión, repeticiones de ‘Seinfeld’ o ‘Everybody loves Raymond’, que los espectadores seguían sin gran atención. Las charlas disminuían, los comentarios se espaciaban. Mamá con otros desertores solía liderar la marcha a los dormitorios.

A diferencia de los corredores luminosos, en las habitaciones los veladores permitían juguetear a las sombras. Era otro buen momento. Ayudaba a mamá a sacarse la dentadura (su perfección dental buceaba en un vaso con agua), la arropaba, conversábamos. Pifias o aciertos de los menús diarios (regresaba el tema culinario), preguntas para el doctor Finke, el médico de mamá, alguna mención de Florida, de su vecina Lorraine, cómo extrañaba esa vida previa, cómo deseaba regresar allí. También pasábamos revista a mis actividades de la semana. Averiguaría por aquella galería en Vancouver, quizás querrían exponer mis pinturas, mi amigo Chad conocía a los dueños.

Mientras hablábamos, yo sostenía su mano alerta entre las mías.

—Llegó la hora, me voy. ¿Estás bien?
—Perfecta —decía benevolente, desdentada, en paz.
—Me siento bien, cuidada, segura, a salvo, y te espero mañana.

Mañana podía convertirse en varios días, apostábamos a la certeza de la continuidad.

Era domingo el de aquel anochecer, el de su desorientación y mi retraso al contemplar las forsitias. La tarde lucía el ánimo entre sereno y expectante de cierre de fin de semana, orilla de un comienzo.

Subí al coche, la mente dispersa en mil cuestiones. La próxima conversación con Finke: mamá se quejaba de un dolor de espalda, posiblemente necesitaba una radiografía; ¿problema en el pulmón? o, alternativa tranquilizante, reflejo de la acidez de estómago; habría entonces que cambiar de dieta, más puré, menos tomate; y mi reunión con Kidman, el director de la Fundación, que quería jubilarme a toda costa para llevar a cabo su propósito de convertir el mensuario que publicábamos en un boletín de Internet; la exhibición colectiva en noviembre cuando todos los artistas abríamos nuestros estudios —sí, faltaba mucho, pero me inquietaba ese año que mi producción fuese raquítica y yo no avizoraba la posibilidad de trabajar más en mi pintura estando tan ocupada—. Casi dos meses que me hallaba estacionada en la creación de un cuadro con un hombre que leía en un café, su camisa verde, había decidido aquella tarde, la cambiaría por un amarillo forsitia esplendoroso.
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Y Wences que vendría en unos días. ¿Adónde cenar con él y con Damien? El benjamín Damien fácil de satisfacer, cualquier plato sencillo bien hecho, una pizza, lo conformaba. En cambio, Wenceslaus, aquel maestro de los detalles, atizaba mi inseguridad, con su perfeccionismo.

Esa misma tarde, mamá me había dicho que reservase en cualquier restaurante, menos en uno italiano, que no los soportaba, pura salsa de tomate mal condimentada. Comprendí que creía que iría con nosotros a la cena, que el desencanto sería grande. Los enfermos y sus lastimosas ilusiones.

Arrumbada en un rincón del pensamiento se hallaba la prioridad enfadosa a discutir con mis hermanos, recurrente en las últimas charlas con Lucky —y mientras conducía, me abrumé pensando cómo planteárselo—. En caso de un empeoramiento fatal, legalmente yo era la encargada de aprobar decisiones extremas. A saber, no resucitar, no administrar ningún tratamiento excepto los calmantes para el dolor y llegada la instancia, el comúnmente llamado ‘desenchufar’.

La novedad última: Lucky ya no me quería como responsable. En el primer diálogo con mamá, cuando irrumpió la cuestión, adujo que sería un peso muy grande, que ya había hecho demasiado por ella, que era tiempo de delegar algo en esos dos cómodos (los llamaba así, tierna y colérica). Ese algo por grande se asemejaba a un castigo, dije. Precisamente, coincidió. Tiró la cabeza atrás, el mentón en alto. Su gesto clásico: desafío, humor, satisfacción, victoria. En seguida se retractó, después de todo eran sus hijos: no, no, es solo un chiste. Ofuscada por el cansancio, le dije que no sabía. Vivo día a día, dije. Lo discutiremos, prometí.

En las conversaciones siguientes no hubo progreso. Le dedicamos unas pocas frases, atemorizada yo, las dos incómodas.

Me hizo dudar, sin embargo. Quizás mamá tenía razón. Había momentos en que me sentía extenuada y tal vez era mejor dejar ese paso final a la lucidez —relativa— de uno de los varones. Apareció además otra duda. ¿Crees que no podría hacerlo?, me molesté. No, bajo ningún aspecto, confío en ti absolutamente, aseguró. Decía la verdad, no me hubiese engañado.

En el remolino de pesares, deliberando sobre estos asuntos, al salir de la clínica para volver a casa, de regreso a Sommerville, me equivoqué de calle. Estaba en arreglo el pavimento, habían puesto una barricada y en vez de ir hacia la derecha y tomar Appleton, fui a la izquierda, a la avenida Park. Cuando me sacudí la distracción, ya estaba muy al norte; intentando reencaminarme, cometí otros errores. Una derecha que me llevó a Hutchinson road y luego una vuelta en U con la que desemboqué en un callejón, parte del campo de golf.

Para circunstancias así, reconozco, es útil el GPS que no poseo. Busqué el mapa de la zona que no pude leer con la luz débil del auto, los anteojos cuyo aumento no bastaba para descifrar las microscópicas letras del plano.

Arranqué deseando que un ser humano se aventurara por el descampado. Y al mismo tiempo, mesmerizada con mi extravío, continué a lo largo del green. En la vereda opuesta las casas miraban impasibles, espaciados sus ojos encendidos. Los árboles que cercaban la cancha me recordaron inesperadamente, y sin razón, una película francesa, de Chabrol, que vi de joven. La protagonista con su auto bordea un muro interminable que le impide acceder al otro lado, o a un lugar distinto; no puede librarse de ese muro de longitud infinita. En el film, la mujer está muerta y no lo sabe.

Retrocedí y retomé Park. Opté por retornar al punto de partida. La clínica. Donde estaba mi madre. El punto de partida.
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Desde allí comenzaría de nuevo.

(…)

Wenceslaus nos entretuvo haciéndole bromas a Damien sobre sus artes de seductor. Según el mayor, Judi, la enfermera niña, se había embelesado con el menor.

—Tendrías que haber visto a la enfermerita. Le hablaba solo a él; de mi presencia, ni se enteró. Dijo que se parecía a un primo. ¡Atención, nada de tío, un primo!, un coetáneo que a su vez se parecía al actor mexicano, ¿cómo se llama?, Bernal, García Bernal. La mataste, varón, con esa facha de rockero añoso te la pusiste en el bolsillo.

Wences intimidaba, se defendió Demian. Tan alto, tan delgado, bronceado, con ese ascot aristocrático al cuello.

—¡Y tan viejo! Buscaré otro atuendo para que alguna niña me lance una ojeada piadosa, ya que ser salaz se vuelve demasiado pedir. Algo décontracté, camisas fuera del pantalón y por supuesto, un sombrerito fedora quita años.
—Menos naútico. Menos estoy listo para subir al yacht y comenzar la regata —aconsejó Damien.
—Que ande descalzo —indiqué— a las mujeres de toda edad, nos gustan los hombres en jeans y descalzos.

Efervescente, Wences aprobó la sugerencia.

Con rudeza cancelada antes de ser brutal, mis hermanos se mofaban entre ellos, reemplazo de los golpes que se daban de niños en los que asestaban rivalidad, celos, competencia leal, también desleal, aquella mirada al otro en la que veían una imagen más fuerte o viril —o más décontracté— en cualquier caso más, y el resentimiento por no conquistar la perfección supuesta. Envuelto esto en inevitable amor, en tirria asimismo inescapable.

Escogimos un restaurante de menú ecléctico en Porter Square. Lomo de cerdo para Wences, risotto con hongos, para Damien, tilapia con una salsa de crema y coco para mí, una botella de un buen rosé. Nuestra mesa estaba al lado del ventanal, en un espacio protegido del alboroto de viernes en la noche, alejado de las muchachas rientes que mis hermanos soñaban cautivar, y de los hombres jóvenes que las cautivaban sin obligación de descalzarse.

Olían bien mis hermanos, a jabón, a colonia, a almidón en camisas recién puestas, estrenadas. Hombres prolijos, racionalidad apolínea. Recordé a Yves, otro impecable —ahora Wences y Damien conversaban de un escándalo en Wall Street, yo los escuchaba sin intervenir, conocía de refilón el caso—. Demasiado tiempo que la familiaridad con los hombres me eludía, respiré entonces con fruición la comodidad amplia, la seguridad que impartían mis varones. Me contenté esa noche con el rol secundario. Los hombres en el centro, opinando, debatiendo, entendiéndose; la hermana a un costado, en paz y defendida —o con la ilusión de estarlo—.
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Hablamos de mamá (y todavía repiqueteaba la charla de la tarde, todavía deseaba que uno de los dos me socorriese, que si no era Wences —y yo no quería que fuera Wences— entonces quizás Damien… pero habíamos dicho de no comprometerle…) Hablamos de mamá con ligereza, la liviandad de las anécdotas, los caprichos y las ocurrencias de la señora. Contribuí con historias de aquel último tiempo. Wences y Damien rememoraron rasgos del carácter de Lucky, aquellos que el avatar físico no consiguió abismar. En el entusiasmo de compartir a mamá y recuperarla sana o casi sana en esos cuentos, olvidé los reproches que ambos se merecían. Olvidé la letanía de quejas compuesta en soledad. Un ejercicio inútil hubiese sido, aún los puedo imaginar con las bocas abiertas y los tenedores a medio camino, sin saber qué decir, buscando qué decir ya que no harían nada. Era el orden del mundo, es el orden del mundo: los hombres al costado, las mujeres al centro cuando se trata de atender al enfermo. Como dije, archivé los reproches. Las memorias familiares y observar nuestras manos me dio placer igual —nada nos hace más hermanos que las manos largas, huesudas que tenemos los tres—.

(…)

Damien cerró el teléfono con un tap de triunfo que acompañó con un zapateo mínimo de triunfo, allí en la puerta del restaurante, tap tap tap, y brillo en la mirada acorde. Que estaba ya lista y que nos preparaba una sorpresa, le anunció Judi, destinataria de los llamados misteriosos.

—Gracias a las artes del fratello, arreglamos con la innamorata que después de la cena entraríamos de contrabando en la clínica. Judi tendrá lista a mamá para que estemos un rato con ella. Antes de irnos, Lucky amenazó con exigirnos un detalle del restaurante, decoración inclusive, y de lo que hemos comido y charlado. Con esto ha intentado asegurarse, supongo, que nuestro único tema no ha sido su salud.
(Continua página 2 – link más abajo)

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