Literatura Cronopio

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No thanks im fine

NO, THANKS! I’M FINE

Por Silvia Sevilla Aguilera*

Sentada en aquella cafetería se preguntaba cuándo había llegado el momento en que se sintió como en casa tan lejos de su país. Recordaba como si fuera ayer el día que llegó: 22 horas de trayecto, 3 escalas, 2 vuelos retrasados y, como resultado, sus maletas extraviadas. Tardaron 2 días en llegar y con ellas todas sus pertenencias. Deshacer maletas es más ameno que hacerlas, pero la habitación donde iba a pasar el resto del curso no terminaba de sentirla suya, por lo que le costó colocar las cosas y la ropa.

El primer día que entró en la cafetería fue para desayunar. Pidió tostadas y un cortado, aunque en el fondo quería encontrar el olor a hogar de su casa sobre las 7:30 de la mañana. Olor a café y pan tostado con mantequilla. Ese olor intenso que se metía en su cabeza y que le despertaba dulcemente cada mañana. Aquel olor le recordaba a su madre, que siempre preparaba café mañana y tarde religiosamente. Calentaba la leche casi hasta hervirla, cosa que agradecía las tardes de invierno ya que, al llevar y servir la leche, se calentaba las manos, siempre frías en época invernal. Sin quererlo, había asimilado aquella costumbre inconscientemente para sentirse arropada por el olor a casa y tener a su familia presente aunque estuviera a 6 horas de diferencia de su rutina diaria.

Ahora sentada en aquella esquina de la mesa, escuchando ruido de vasos y cubiertos al mismo tiempo que distintas conversaciones en un idioma que ya era suyo también, se sentía como en casa. Nada le era ajeno, aunque se estuviera comiendo un muffin en lugar de unas tostadas con mantequilla. Ya sentía estar viviendo su propia vida y no una realidad paralela camuflada en secuencias de lo que parecía ser una película, una película cuyo guión estaba inacabado.

De pronto alguien le sonrió cuando pasó al lado de su mesa. Hacía ya tiempo que no se extrañaba cuando alguien le sonreía por la calle sin conocerla, y es que las costumbres cotidianas pueden llegar a ser muy distintas si vives en una capital o en un pueblo. Los pueblos, pueblos son, aunque estén en distintos puntos del mundo. Cada mañana se cruzaba con caras que ya le empezaban a resultar familiares, y si no lo eran se comportaban como si lo fueran. «Hi! How are you?», y todo arreglado.

—Good morning! How are you doing today? —Dijo la cara conocida, ni siquiera sabía su nombre. En su país estaba acostumbrada a coger el metro diariamente, diariamente reconocía las caras cansadas que cruzan la ciudad cada día para ir a trabajar. Gente leyendo, durmiendo, hablando por teléfono, comiendo, maquillándose, conversando animadamente, escuchando música, estudiando… y una mayoría invisible ensimismada y encerrada en sus propios pensamientos. Personas enclaustradas de tal forma que pueden ser vistos sin darse cuenta.

—Ey! Not bad, thank you. And you?— Respondió automáticamente. Ya casi ni se acordaba de la automática rutina de su país de origen. A menudo, durante esos largos trayectos de metro y tren jugaba a imaginar los nombres de esas personas, su edad, sus problemas, sus alegrías, sus miedos y los obstáculos a los que se tendrían que enfrentar aquel día laboral. En la capital, jamás se le pasaría por la cabeza decir un «Buenos días, ¿qué tal?» a alguien que no le importase en absoluto. Mares de gente, calor, ríos de personas, agobio, minutos de espera en el andén, dejar que pase un metro porque va demasiado lleno… Situaciones que no echaba de menos en absoluto. Le encantaba gozar de su propio espacio personal y de su propio tiempo para pensar.

Bebió un largo trago de café con leche. Alguien dijo una vez que la vida es demasiado corta para tomar café del malo. Y es que en aquel pueblo vivía mas relajada. Aunque tuviera que comer a horas a las que no se acababa de acostumbrar y lidiar continuamente con situaciones muy lejanas a su zona de confort… En ese lugar había tranquilidad.

Dejó la taza en la mesa. ¿Dónde dejamos todas esas cosas que uno siempre sabe que quiere hacer pero que no tiene tiempo, dinero o energía? Ella tenía su tiempo y su espacio. Algunas veces echaba de menos el ajetreo de la ciudad, las compras, el ruido, la gente… Su ritmo de vida en este país era más pausado, en ocasiones más aburrido se podría decir. Siempre le había gustado el reto de adaptarse a situaciones nuevas y conocer culturas diferentes, algo que empezaba a convertirse en costumbre. No tener ataduras es lo mejor a lo que se puede aspirar en la juventud. A los veintitantos se es joven, y ella quería aprovechar cada minuto de una experiencia con fecha de vuelta.

Miró por la ventana, siempre que podía se sentaba cerca de un para ver a la gente pasar. Su vida se detenía por unos instantes para ver las demás vidas pasar. Pensó, como tantas otras veces, que en aquel lugar no estaban preparados para caminar. Ella lo sabía bien, ya que no tenía coche ni dinero para comprar uno, ni siquiera de segunda mano. Durante su trayectoria de 30 minutos para ir al supermercado recordaba el barrio en el que creció. Cuando era una niña podía ir a por el pan andando y comprarse chuches por el camino, ir a la papelería y pasar por el bar a pedir un vaso de agua. Era un lujo que por aquel entonces no valoraba. Valorar las diferencias y apreciar lo que se tiene realmente solo es posible cuando viajas y te das cuenta de que tu realidad no es la única. En este país, que ahora consideraba su hogar, todo estaba preparado para ir en coche. Su concepto de distancia se había visto alterado para siempre. La semana anterior había preguntado a su compañera de piso dónde vivía su familia. «A doce horas, en Pennsylvania». Doce horas es lo que tardaba ella en recorrer su país de punta a punta. De pronto recordó cual fue su sorpresa al ver por primera vez a poderosos chavales conduciendo imponentes coches. Ya entendía el por qué: Sin coche, no tienes autonomía.

Empezaba a apurar el café cuando una camarera se acercó y le preguntó en un perfecto inglés sin acento y una sonrisa que si todo estaba bien. La frase en lenguaje directo significaba que si necesitaba algo más estaría encantada de servírselo. La camarera era de piel morena, ojos oscuros y rasgos hispanos, y es que la población hispana empezaba a ser notoria en la zona. La gente de su edad con la que podía hablar en español, componía las primeras generaciones nacidas en el país, o que llegaron a temprana edad y tuvieron que enfrentarse al aprendizaje del inglés mientras lidiaban con el contenido y con la necesidad de hacer nuevos amigos en un idioma que no era suyo todavía. Ahora esas generaciones utilizaban el inglés de forma tan natural que solo hablaban español con sus padres.
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—No, thanks! I’m fine. —Y la camarera le respondió sonriendo. La sonrisa era símbolo de amabilidad, una amabilidad que ella seguía encontrando algo artificial. Le ocurría lo mismo en el supermercado, dónde la cajera podía preguntarle «Did you find everything OK?» y desearle un buen día con la misma cercanía que al próximo cliente. En las clases de la universidad, donde ella estaba acostumbrada a hacer amigas, casi nadie hablaba. ¿Dónde está la presunta calidez ahora? Eran esas situaciones las que la hacían acordarse de los buenos momentos que había pasado en la universidad de su país, así como de lo importante que había sido esa etapa en su vida profesional y personal. Sospechaba que el plano personal quedaba más retirado en esa zona.

Se comió el último trozo de muffin y el último sorbo de café se quedo solo en la mesa. A veces ella se sentía sola, especialmente por la noche, cuando tenía más presente que nunca que sus amigos y familiares estaban muy lejos y estaban durmiendo. A veces una persona tiene que estar sola para conocerse mejor y aprender a estar a gusto consigo misma. El desayuno de aquel día había llegado a su fin muy a su pesar, aunque le esperaba un gran día por delante.

Pidió la cuenta en un espontáneo inglés. Hacía mucho tiempo que ya no tenía que pensar previamente lo que iba a decir, casi tanto como el tiempo que hacía que se sentía como en casa. Aprender un idioma es posible si se viaja al país dónde se habla, la mayoría de las frases que se utilizan en la vida diaria no se enseñan en el colegio o en una academia. Se sentía satisfecha cuando soñaba en inglés, cuando podía mantener conversaciones de todo tipo y cuando en acciones cotidianas como ir al médico, ir al cine o pedir un café se sentía igual de cómoda que cuando lo hacía en su país de origen.

Pagó la cuenta y dejó la correspondiente propina, ya estaba acostumbrada a manejar dólares y no necesitaba más tiempo del normal para reconocer de cuánto eran las monedas. Cuando volviese a su país se le haría tremendamente extraño utilizar euros. Tampoco perdía el tiempo haciendo el cambio de dólares a euros, no lo necesitaba.

Se levantó y se puso el abrigo, la bufanda y los guantes, todo un proceso a tener en cuenta si hablamos de frío de verdad. Lo que en su país era un complemento, en el Norte de Estados Unidos era una necesidad. No se acostumbraba a ese frío y eso le recordaba que no era de allí. Y cuando ciertas situaciones se lo recordaban, caía en la cuenta de que era inmigrante también.

Echó la vista atrás y recordó la burocracia para conseguir el visado, qué lejos quedaba ya. Tenía más reciente la alegría que le entró al recibir el número de la seguridad social, número que necesitas para todo tipo de gestiones, número que necesitas para ser alguien. Es una pena. Cogió la maleta y salió de la cafetería sin saber si volvería a regresar algún día. Llamó un taxi para ir al aeropuerto, su vuelo a Madrid le devolvería a la realidad.

Se preguntó si volvería a sentirse como en casa…

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* Silvia Sevilla Aguilera, nacida en Madrid en 1990, actualmente trabaja como teacher assistant en Hope College (Michigan). Es diplomada en Magisterio de Inglés como segunda lengua y licenciada en Psicopedagogía. Gracias a la consecución de distintas becas de estudio, tuvo la oportunidad de finalizar sus carreras en la Universidad de Gloucestershire (England) y en la Universidad de Ottawa (Canadá). Le gusta viajar y conocer nuevas culturas, y una de sus grandes pasiones es el baile. Es bailarina en la Asociación de Danza Universitaria el Candil, grupo folklórico que actúa en países de todo el mundo para dar a conocer el flamenco y los bailes regionales de España.

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