Literatura Cronopio

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Carta sin título

CARTA SIN TÍTULO

Por Pedro Madrid Urrea*

No tengo la menor idea de las razones por las que estoy escribiendo esto. Por las que te estoy escribiendo esto. Sólo tomé mi libreta de apuntes, un lapicero y he empezado a vomitar todo lo que me sale. ¿Te lo voy a entregar? ¡No sé! ¿Sabrás que lo escribí para vos? Mucho menos. Lo importante aquí, creo, es hacer catarsis.

Cuando ayer te dije que te quería, fue extraño, porque no tuve el menor reparo en soltar semejante afirmación tan compleja. Digo compleja porque nos involucra más. Pero afortunadamente para ambos, vos dijiste que aunque tenías algo de prevención para decirlo antes, pensabas como yo. ¿Quién lo debe decir antes? Qué complique. Quien lo dice antes queda como el enamoradizo, como el que luego dirá el tan temible «te amo». Es lo lindo del español, pues un «me gustas» es menos que un «te quiero», el cual, a su vez, es menor que un «te amo». Son las etapas, son cosas con las que hemos vivido siempre.

En fin. No quiero divagar.

Te confieso que tengo miedo. Mucho. No sé por qué, o a razón de qué, pero me da pavor vivir lo que estamos viviendo. Quizá porque he pasado demasiado tiempo solo; quizá porque tengo una abstinencia sexual de 14 meses que me ha convertido en un nido de inseguridades. Repito: no sé. Pero es un miedo agradable, un miedo saludable. Es un miedo a lo incierto, a lo nuevo. Es el mismo miedo que sentí cuando decidí renunciar a mi trabajo como docente para dedicarme de lleno a escribir, sabiendo que tendría delante de mí unos años difíciles, de pasar hambre, de tener los zapatos rotos y caminar kilómetros para ahorrar plata. Esa clase de miedo.

Pero es tan raro. Con vos no he tenido que ocultar nada, no he tenido que aparentar ni lucir como alguien que no soy. Llevo tres años soltero, y han sido tres años desastrosos. Para hacer cálculos, adicional a los 14 meses ya mencionados, he salido con nueve mujeres, las cuales me han rechazado por una infinidad de razones: varias, que no tenía plata; otra, que porque me gusta el licor y la marihuana; otra más, simplemente desapareció; otra, más jodida aún, desapareció tras haber conseguido de mí boletas para el concierto de su banda favorita, Superlitio, teniendo pleno conocimiento de que tuve que cagar murciélagos para obtenerla.

Y como ellas, el prontuario aumenta.

¿Entendés por qué el miedo? ¿Entendés por qué la prevención?

A tu lado no he sido prevenido, pues me conociste tal y como soy. Yo he aceptado el «paquete completo», esperando que aceptés el mío. Creo que lo hacés, y por eso me desconcierto más. Pienso, o más bien me pregunto: ¿es esto posible? ¿Es posible que una mujer me quiera por lo que soy? Sí, sé que suena patético, triste, pero esta actitud es el resultado de tres años de decepciones, de haberme abierto como un güevón para tratar de obtener felicidad de una relación de pareja, y de haberme estrellado contra ese muro, dejando dientes y sangre. No te puedo negar que me siento patético sólo de decirlo. Pero qué más puedo hacer… ¡este es el paquete!
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Ahora soy inseguro. No te podrás imaginar las veces que he salido con Beto y sus amigos a beber en el Parque del Poblado, o en Ciudad del Río, o a cierta fiesta en algún bar, y me he sentido como una mierda. ¿Razones? Él y sus amigos son personas de clase media-alta y clase alta, relajados, «bacaniaos» ―como dirían los abuelos―, casi que despreocupados. ¡Me daba envidia! Envidia porque son un grupo de más de veinte personas, casi todos lindos, todos bien vestidos. ¿Y yo? Con unos Converse que he remendado una decena de veces con esa pega amarilla que tanto gamín usa para trabarse, unos jeans más que desgastados y una camisa que en promedio uso tres veces por semana, no es que sea un ganador. Ya me he vuelto un experto en remendar tenis. Es más, si fallo en la literatura podré dedicarme a la zapatería.

Volviendo al tema, la inseguridad se da también porque soy un cero a la izquierda. Imaginate nuevamente la escena que planteé arriba: ¿te meterías conmigo? Mierda, no. Y para mí, ver mujeres lindas, personas sonrientes, vidas hermosas, es tan jodido. Jodido porque soy un jodido envidioso. Mi falta de plata, de oportunidades y demás, me ha hecho envidiar la vida de las demás personas. Por eso renuncié a ese mundo etéreo de las redes sociales; porque descubrí que esa vida falsa de fotos, de sonrisas, de parejas felices, de paseos, de ascensos, de celebrar cumpleaños en la oficina, no es verdad. Y yo no quería ser ni hacer parte de ese manicomio. Me carcomía la envidia. Cada que me conectaba, pensaba: ¿Esto no puede ser verdad?

Soy inseguro, además estoy solo. Mi círculo social se redujo a Andrés y Beto, quienes ya conociste. De ahí para adelante son simplemente una serie de conocidos con quienes puedo pasar un rato, pero con quienes no tengo confianza absoluta. No son mis amigos. Ellos dos sí lo son. Lo son por tanto: por aguantarme, por escucharme, por perdonar mis cagadas, por levantarme del suelo en momentos de tristeza. Pero se me nota la soledad cuando ninguno está disponible. En ratos así lo único que podía hacer era llegar a casa, tomarme un vaso de agua, buscar algo de comer y dormir. A eso se resume mi vida sin mis dos amigos.

Pero llegaste vos. Y la cosa cambió. Cambió porque ahora me gusta tenerte cerca, pensarte, olerte, mirarte, desearte… es un arte. Aunque ello levanta un montón de dudas, de problemas sin resolver.

Por culpa de este aislamiento, que es directamente proporcional a una precaria situación laboral y/o financiera, me volví amigo de todo lo oscuro: ahora veía series de comedia, pero de humor negro; le cogí mucho aprecio a escritores como Céline, Fernando Vallejo, John Fante; escritores que me llegaban, me penetraban la conciencia y me hacían sentir que no era el único miserable. ¿A qué voy con todo esto, linda? A que me acostumbré a lo miserable. Me acostumbré a ver caras largas, a escribir relatos llenos de tragedia; a no tragarme esas historias de amor tipo Benedetti o comedias románticas jolibudenses. Me enamoré del sufrimiento humano, de sentimientos miserables como la misantropía, la misoginia; me volví un crítico de todo, un criticón; según mi papá, soy un iconoclasta, pues todo lo quiero derrumbar. Y no es solamente eso, envidioso como nunca: me da envidia ver a otros escritores y periodistas ser publicados, recibir premios por trabajos mediocres, mientras yo me recluyo en este cuarto de cuatro metros cuadrados a escribir cosas que sólo leerán mis amigos, pues publicar es prácticamente imposible: sin roscas, sin contactos, sin una literatura sorprendente, soy uno más. ¿Y quién quiere publicar a otro más del montón?

Y sin ser publicado, no soy escritor. Y si no soy escritor, no soy nadie. Renuncié a la docencia, por lo que no soy profesor; perdí mis sueños de hacer música, por lo que ahora no me identifico como músico. Sólo me queda escribir. Y vos. Escribir y besarte. Son mis dos únicas alternativas para levantarme todos los días, mirar por la ventana y ver que todo se puede mejorar, porque tu sonrisa y esos hoyuelos que se marcan cuando algo te causa gracia, valen la pena. Muy cursi y todo, aunque es así.
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Pero me da miedo. Te dije, me hice amigo de los desesperanzados, de los sucios, de los trágicos. Y la tragedia se imprimió tanto en mi vida que me acostumbré a ser el tipo que no merece amor, que no merece compañía ni oportunidades. Beto me dijo una vez que Santiago, uno de sus amigos más niños ―tiene veinticuatro―, tras haber terminado la práctica logró un puesto importante en una cadena de almacenes. Le pagarían tres millones. ¡Tres millones! ¿Sabés cuánta plata me ganaba yo a los 22? Me pagaban a diez mil pesos la hora para dar clases de guitarra, trabajando cinco horas a la semana. ¿Es justo? No lo sé.

Me da miedo sentir lo que siento porque siento que si siento esto lo voy a sentir peor después. ¿Qué? Una retahíla bastante estúpida para confesarte que tengo miedo de llegar a amarte; de llegar a quererte tanto que te volverás indispensable, obligatoria, necesaria, imprescindible. Tengo miedo porque luego de estos años en el lodazal, empecé a entender que para Alejandro no hay felicidad. Siempre pensé que yo no merecía amor. Por eso tengo miedo… le tengo miedo a ser feliz. Tengo miedo a echar por la borda estos años de miseria mental, de pobreza económica, de envidia, de ponzoña. Tengo miedo al saber que quizá seás la redención a tanto mal, que con vos podré sentirme contento, tranquilo, feliz. Me aceptás tal y como soy, cosa que me sorprende. ¿Cuán jodida debés estar para conformarte conmigo? Jajá, no lo sé. Pero lo acepto.

A pesar del miedo, no me importa lo demás. No me importa tener que caminar veinte minutos para llegar a la entrada de tu edificio a esperarte, mientras termino de carburar un cigarrillo, para luego irnos a una tienda a tomar cerveza ―casi siempre invitada por vos, porque yo no tengo con qué― y reírnos: de mi vida, de tu vida, de nuestras tragedias, de las tragedias ajenas, de quienes dan papaya… de todos. Te dije que quería tenerte a mi lado para levantarle el dedo del medio al mundo. Y lo estamos haciendo. Te quiero tanto que he sido capaz de escribir esto sin saber si te lo enviaré, o simplemente arrugaré estas hojas y las tiraré por el inodoro.

El miedo es tan grande que no sé si tiene cura. No sé si dejaré el miedo al sentir que puedo ser feliz. Porque creo que la felicidad es para todos, según dicen los escritores estúpidos y los guionistas de telenovelas. Pero yo no soy un escritor estúpido, quizá un fracasado, pero no estúpido. Y de novelas ni me hagás hablar.

En resumidas cuentas, el mundo se puede ir al carajo. Todos se pueden ir al carajo. Yo intentaré demostrarme que sí te merezco.

Lo único que te puedo ofrecer es compañía. ¿La aceptás?

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* Pedro Madrid Urrea es un escribidor con licencia para enseñar y varias novelas sin publicar.

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