Literatura Cronopio

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Nuestra última conversación

NUESTRA ÚLTIMA CONVERSACIÓN

Por Pedro Madrid Urrea*

Inició en un parque. Yo fumaba para hacer tiempo, pues había llegado cinco minutos antes de lo previsto. Juana era muy puntual. Curioso, porque siempre me hacía recordar a Holly Golightly. Es más, le dije en varias ocasiones que yo lucía como un Fred, ella como una Holly, en medio de un Desayuno en Tiffany en Medellín. No teníamos el bar de Joe Bell, pero teníamos las licoreras del Parque del Poblado; no teníamos las fiestas con famosos y aristócratas neoyorkinos, pero teníamos nuestras parrandas alucinógenas que duraban hasta pasadas las cuatro de la mañana, momento en el cual caminábamos hasta la estación más cercana del Metro para tomar el primer vagón que abría servicio comercial. Y la sentía como una Holly debido a su naturaleza tranquila, a su espíritu de inquietud, a su incontenible odio hacia la rutina y la madurez adulta. Holly, tanto como Juana, nacieron para ser recordadas: una es el personaje más querido de Capote; la otra, mi amiga.

Llegó, me saludó con su respectivo beso en la mejilla, una sonrisa coqueta y el regalito de la tarde: un blunt que compró en el mismísimo lugar al que siempre recurríamos en busca de traba, en las llantas del Barrio Antioquia, cerca del aeropuerto local. El porro era gordo como el dedo de un mecánico y su envoltorio era de tabaco con sabor a cereza. Me lo entregó. Dijo que yo lo tendría que prender, más que todo porque siempre que fumábamos juntos yo le daba el honor de iniciar la sesión de THC. Juana era quien iniciaba la fuma, hasta ese día. Me lo entregó. Le di su fuego respectivo.

―No me demoré tanto, ¿cierto? Debía arreglar unas cosas y resolver unos problemillas en casa, pero todo se solucionó más rápido de lo que pensé.

―¿Qué problemas? ―Pregunté.

―Bobadas que nunca faltan. Cosas insignificantes.

Okay, dije. Le hice entrega del blunt. La vi fumar mientras alcanzaba otro cigarrillo. Terminado su turno, dejó la marihuana a un lado de donde nos sentábamos, en una rotonda de gaviones en el parque de Ciudad del Río, en medio de un hermoso verdor de árboles centenarios, de gente haciendo piruetas, de parejas disfrutando de picnic vespertinos o grupos de amigos tocando música con guitarras y percusiones. Botó el humo que sobraba en sus pulmones y me dijo:

―Quisiera ser breve, pero me da miedo ―movía sus ojos en señal de incomodidad.

―¿Cómo así? ―Formulé una de tantas preguntas que le hice durante nuestro encuentro.

―Tengo miedo y estoy nerviosa. Luego lo sabrás. Por lo pronto quiero empezar directamente con lo que nos interesa.

―Y eso es…

―Quiénes somos y hacia adónde nos dirigimos.
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―Hacia la tumba, pienso yo ―comenté, desconcertado al no saber qué se traía ella entre manos. No supe por qué inició esa conversación, como tampoco sabía sus motivaciones para sacar un tema tan extenso. Hubiera sido mejor hablar sobre música o sobre libros, cosa que hacíamos con regularidad.

―Sí ―respondió―. Lo definitivo de nuestra existencia, de nuestros actos y de la pregunta del millón: ¿para qué estamos aquí?

―Esa siempre ha sido una fascinación de la humanidad ―dije, intentando demostrar que la plata estudiando humanidades no se desperdició―, y es algo que no se sabe. Y no se sabe porque cada quien tiene una posición muy distinta sobre el papel que deben cumplir en este mundo. En esta vida.

―Muy cierto ―dijo, asintiendo suavemente.

―Aunque no conozco tu versión completa. Hemos hablado y sé que querés una vida de gratificante egoísmo. Pero más allá, no sé.

Le pregunté acerca de su idea sobre la vida y la muerte, y detonando una bomba que esperaba explosionar, ella respondió como tantas veces lo hizo: por medio de largas sentencias donde dejaba entrever sus más ocultos deseos frente a la vida. Sólo que esta vez tardó más y fue más concluyente que nunca. Me miró con cariño, haciendo contacto visual y agarrándome las manos, y dijo:

―La cuestión de la vida es bastante simple, Alejo… somos la única especie que filosofa sobre la muerte, que le da un sentido trascendental a lo que tienen en frente de sus narices. Nos convertimos en una especie pobre y miedosa, que exterioriza sus miedos a través del sentido filosófico del existencialismo escudriñando en la psique en busca de respuestas que nadie quiere oír. Si nos ponemos a observar a los perros, a los castores, a los elefantes y demás animalitos: ¿Qué vemos?

Yo ni respondí. Esas preguntas eran estrictamente retóricas. Yo movía mi cabeza y dejaba que ella continuase con su teoría sobre la futilidad de la vida:

―Lo que vemos es que somos víctimas del cerebro que tenemos ―le sonó a canción de rap―. Somos los que nos hemos arruinado la vida al no entender que nuestro paso por este mundo es tan efímero y simple como una lluvia; como una ventisca. Pero hacemos de esta vida un infierno, una lucha constante, una prueba de nuestra propia inmortalidad: Stalin tuvo su Estalingrado y Hitler su Reich, ¿no? Pero yo no pienso trascender en lo más mínimo. Yo entendí que soy una más, igual que una cucaracha o una rata. ¿Qué nos hace más importantes? ¿Qué nos hace tan trascendentes e inmortales? ¿Nuestro cerebro, quizá? ¿Nuestra capacidad inventiva? ¡Nada!

A ese punto la conversación se hacía más seria. Su cara de amabilidad se convertía en una de concentración debido a su ceño fruncido. Movía un poco la cabeza de un lado para otro, casi bailando con el viento que hacía mover su largo pelo castaño. Tragaba saliva, mojaba sus labios y proseguía:

―Por eso aprendí a silenciar esos pensamientos y esos deseos estúpidos de superar a la Nada que es la muerte. Quería vivir como uno de los viejos borrachos que conocí donde mamá llevaba su moto a revisar. Ellos solo pasan una vida felices en sus pequeños mundos de pobreza, pensando exclusivamente en la siguiente dosis de licor y en arreglar los vehículos que diariamente llegan: reparar motores, tomar un trago; engrasar tornillos, tomar otro trago. Muchas veces me quedaba con ellos hablando y encontraba extremadamente divertida esa vida, extremadamente saludable. Fuera del vicio, eran vidas perfectas… pero el vicio era un ingrediente más. A través del aguardiente barato podían silenciarla. Como yo.
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―Las drogas ―apunté, algo nervioso y expectante, sin saber a dónde mierdas se dirigiría esa conversación.

―Así es, mi Alejito ―guiñó el ojo―. Tú has visto lo que hemos hecho en noches de locura: el popper pasando de mano en mano en alguna discoteca de El Poblado, la yerba que nunca dejaba de inundar el aire en la plazoleta de Carlos E., el licor, los ácidos… hasta recuerdo cuando decidimos probar el DMT con ese loco que te presenté, el que nos surtía de drogas, el de la Universidad Nacional.

―Eso fue salvaje ―apunté.

―Fue la primera inhalada la que nos puso a ver la noche con otros colores, caminando como dementes por los parques del centro esquivando a gamines, locos, putas, trabajadores… a toda la plebe de esta ciudad que nos miraba con extrañeza por no entender que nosotros estábamos absortos en otra clase de realidad. Con la droga olvidé y silencié todo mi entorno. Silencié mi cerebro y lo reduje a cenizas. Así tenía más posibilidades de vivir instintivamente, como los animales, hasta que llegase el momento definitivo de mi muerte. Nunca un perro moribundo lanza un discurso largo sobre la conclusión de la vida y sobre aprovechar las oportunidades viviendo cada día como si fuera el último. Solo mueren.

―Entiendo ―decía, sin comprender. Guardé el blunt en la caja de cigarrillos, para evitar requisas de la policía. Total, ellos siempre aparecían dispuestos para alejarnos de los vicios. De los vicios que tanto nos gustaban.

―Es esa muerte admirable y silenciosa la que siempre pensé para mí ―prosiguió―. Me di cuenta de que yo era capaz de controlar mi propia vida. En principio, estudiaba en la universidad para alimentar el capricho de mamá por tener a su hija en el podio de los profesionales. Estudié historia, luego artes visuales, luego arquitectura, vos sabés. Le decía a mamá que trataba de encontrar mi norte, usando la edad para justificarme: «má, tengo dieciocho», «má, tengo diecinueve». Así me pasé de carrera en carrera, agotando mis años, hasta que completé el prontuario de tres carreras empezadas y ninguna terminada. Quería conocer, quería saber, pero a expensas mías. Fui más amiga de las bibliotecas que de los salones. Decidí, a los dieciocho, que conocer sería mi trabajo. Así, no me preocuparía por buscar uno serio. O por tomar un trabajo como serio. Para mí cada trabajo era solo la forma de financiar mi vida. Nada más. Pero no divaguemos ―movía sus manos como loca frenética―. No es sobre el trabajo, es sobre la vida. Mi vida: la razón por la que estamos aquí. O lo que queda de ella.

Otro pequeño respiro. Tomó de la cajetilla de cigarrillos el porro que había guardado y lo encendió. Fumó cuatro veces profundas, lentas, y luego me lo entregó. Yo fumé dos veces más que ella y lo dejé a un lado, esperando a que se apagara por efecto del viento.

Dijo:

―Controlar mi vida significa poder entender que ni un dios ni una sociedad pueden dictaminar lo que necesito. Nunca creí en el amor, nunca creí en la filantropía. Para mí todo acto realizado por el ser humano es completamente egoísta y nace desde un deseo de sentirse bien ante lo mal que es vivir. Yo solo quería seguir la corriente, seguir al viento o lo que fuera, pero sin tener obstáculos. El amor era uno y luché siempre por alejarme. Cosa que logré. Pero tras pasar más años, la lucha y el camino se hacían más cortos. Las bibliotecas, que antes eran gigantes y llenas de opciones, se iban haciendo cada vez más pequeñas.
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―¿Qué promedio de libros leías al mes? ―Mis preguntas parecían como de entrevistador de farándula. Y eso que siempre aseguraba que uno de mis atributos era escuchar y hacer buenas preguntas, gracias a mi oficio como periodista.

―Espérate saco algo ―abrió su bolso de cuero, tomó de allí un cuaderno argollado de hojas de papel reciclable y me lo abrió específicamente en una parte.

―Entérate.

En las páginas que separó había una lista de libros dividida por años: inició en 2004, con un libro sobre arquitectura Romana. De ahí, seguía una lista variada que cubría novelas, ficción breve, poesía, narrativa de no ficción, libros sobre ingeniería, sobre física, sobre urbanismo, historia, política, biología… Era como una selección de «libros para leer antes de morir».

―Empecé en 2004, cuando tenía 18. Promedio de dos libros por mes y 25 por año, si contaba con que había meses más productivos que otros. Bajo esa ley me fui yendo hasta que me era más fácil decir «leído» que «no leído» mientras pasaba mi ojo por los estantes de cualquier biblioteca. Obvio había libros que no me llamaban la atención: por su descuido, por su título, por su tema, por su autor… pero siempre buscaba libros que fuesen considerados como joyas. Y esas joyas se fueron haciendo cada vez más difíciles de encontrar, hasta que terminé. Hasta que logré decir «he leído todo lo que necesito».

―¿Con veintiséis años?

―Sí. Sorprendente. Pero cada uno tiene su límite. El mío, al parecer, doscientos nueve libros. Esa fue mi condensación del conocimiento mundial. Cuando leí el último, Ensayo sobre la Ceguera de Saramago, me sentía como la esposa del médico tras haber sobrevivido a toda la tragedia de la ceguera lechosa. Me sentía tranquila, como cuando uno fuma los primeros dos plones de marihuana, que de inmediato el mundo se paraliza y nada más importa. Me imaginaba como ella, serena, pasiva, teniendo la satisfacción de haber hecho todo en la medida de las posibilidades. Yo hice todo. Lo leí todo. O todo lo que quise, mejor. Después de ese día los libros y yo no volvimos a vernos. Regalé mi biblioteca ―a ti te tocó un libro de correspondencias de F.S. Fitzgerald― y descansé enormemente. Luego, tras haber hecho eso, trabajé por algo más de seis meses para obtener la plata que necesitaba.

―¿Por qué apenas me entero de esto? Tanto que nos hemos visto, tanto que hemos hablado, y apenas conozco esta faceta de tu vida.

―Nadie la conoce. Tuviste la fortuna, o la poca fortuna, de ser el único que ha conocido esta parte de mí. Y espero que siga siendo de ese modo.

―Por supuesto.

―No quisiera convertirme en protagonista de una de tus historias ―sonrió brevemente.

―Para nada.
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Reí, sabiendo que tenía razón. Muchas de las historias que me han contado mis amigos se convierten en cuentos o en crónicas.

―Entonces continúo ―dijo.

―Okay ―respondí.

―Trabajé como mesera, como asistente en una firma de un arquitecto amigo de mamá, trabajé haciendo fotos para una revista de moda, hasta que conseguí los millones que me hacían falta.

Esa conversación parecía más una entrevista para un perfil que una charla. Pese a que conocía muchas de las historias que me estaba contando, la dejé continuar. Era su momento. Yo solo preguntaba cosas como:

―¿Para qué?

―Para irme ―gesticulaba―. No podía quedarme aquí.

―¿Explicate?

―Luego del asunto de los libros supe que ya no tenía cabida en este lugar. En ningún lugar. Ya no le encontraba sentido a nada. Comprendí que me estaba sintiendo como esos perritos moribundos, sin pensamientos de inmortalidad. Me sentía tan ligera como una hoja de papel. Era increíble, nunca me sentí así. Era como vivir en un permanente estado de traba, de enmarihuanada. Una ligereza sorprendente.

―Pero peligrosa esa ligereza.

―Te equivocas. No era peligrosa. No es peligrosa. Es tranquila, es real. Sentí que ya nada me ataba a esta ciudad, a este país, a esta tierra. Miraba a mamá y sentía que su trabajo se había hecho; que aunque no pudo tener a una hija profesional, por lo menos la vio feliz. Yo estoy feliz. Al fin me siento feliz.
(Continua página 2 – link más abajo)

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