Literatura Cronopio

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Nuestro vampiro de cada día, el devenir del muerto viviente en el cine y la literatura

NUESTRO VAMPIRO DE CADA DÍA: EL DEVENIR DEL MUERTO VIVIENTE EN EL CINE Y LA LITERATURA

Por Enrique Bruce Marticorena*

Desde el Nosferatu de Friedrich Marnau (1922), pasando por directores como Werner Herzog y Francis Ford Coppola, hasta las versiones más complacientes y efectistas que Hollywood puede brindar, el conde vampiro del escritor inglés Bram Stoker ha batido sus alas, hincado el diente, y sufrido estacazos y sobredosis de agua bendita por casi un siglo. Fue Murnau el primero que hizo que el Conde Drácula batiera las alas y las hojas de un libro, y se internara por primera vez en el ecrán para perpetuar su señorío. Sobreviviría a partir de entonces a la demanda veleidosa de varias épocas y generaciones. Ha prestado sus colmillos a bandadas de adolescentes y veinteañeros siempre en forma; se ha codeado con otros monstruos o extraterrestres en películas que se miran con una mezcla de deleite y culpa. Ha sido confundido con zombis, pero sin entrar en mayores crisis de identidad. Aparte de la gallarda figura del conde Drácula, el vampiro se ha reencarnado en varios rostros y vestuarios: ha usado trajes y botas de lamé, peinados punk, levita, atuendos de Armani, calzones dieciochescos y hasta trajes de colegiala en la versión arrebatada de un anime japonés.

Pocas criaturas de la imaginación han impreso en nuestras psiquis sentimientos tan ambiguos y perdurables a la vez, como este muerto que no se resigna a morir. El vampiro viene de la muerte cuando nosotros vamos a ella: este viajero no dice nada de nuestro lugar de destino, solo remueve en nosotros, en nuestros impulsos oscuros y nuestros miedos, lo que en el fondo ya sabemos y solo nosotros debemos dilucidar. La asociación, por excelencia, entre esta figura fantástica y la muerte se debe al hecho de que su imagen brotó cual flor antinatura en los cementerios europeos del siglo XVII, conformándose con base en lo que se creía percibir en los cadáveres en descomposición. Los estudiosos inclinados a los afanes catalogadores y empíricos de las ciencias anatómicas en ciernes de ese siglo no tuvieron remilgos en exhumar cadáveres en los camposantos. A la luz de las antorchas, estos hombres notaron en los cuerpos que desenterraban ciertos fenómenos que marcarían en los siglos por venir la imagen arquetípica del vampiro; tomaron nota, por ejemplo, del repliegue de las encías, lo que daría pie a la falsa impresión del alargamiento de los incisivos. De otro lado, la pérdida de humedad de la piel y su consecuente falta de densidad motivaron la impresión de la crecida del pelo facial y las uñas, tejidos de consistencia más duradera que la de la epidermis. La muerte pues, parecía morir poco en los parámetros de ese empirismo apresurado. El vampiro se formó, por consiguiente, de lo que alguna vez seremos nosotros. El mismo impulso vital (¿mortal?) que nos impele a erigir un dios como albacea de nuestra inmortalidad, nos llevó a concebir a una criatura que desafía a la muerte caminando entre nosotros más allá de los confines de un túmulo.

Los descubrimientos de la descomposición corporal alimentarían las fantasías sobre el muerto viviente, no solo en los medios rurales centro-europeos, sino de modo cada vez menos incipiente, entre la gente letrada del resto del continente. En el siglo XIX, la filosofía ética hace a un lado a Dios como aval del deber actuar y el deber ser, sumergiéndose en la inferencia racional y en una relectura de la tradición para determinar un norte a nuestras actitudes, tanto en el plano individual como colectivo. Dios, como primer motor del discurso sobre el más allá, se desvanece como concepto en las disquisiciones tanto filosóficas como literarias decimonónicas. Con la muerte intelectual de la divinidad judeo-cristiana, desaparece también la construcción imaginaria de la propia muerte. A falta de un reino ultraterreno, los muertos proponen una nueva existencia entre los vivos. El XIX fue el siglo más rico en la imaginería de lo mórbido, como lo muestra el catálogo que va desde el cadáver viviente y retazado de Mary Shelley, pasando por los espectros de Edgar Allan Poe y los autómatas de E.T.A. Hoffmann, hasta la consagración del conde vampiro de Stoker casi terminando el siglo.
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La novela neogótica y los bríos decadentistas de la literatura finisecular del XIX señalaron las vertientes donde debía correr la imaginación del horror y lo fantástico en los libros y películas del XX. Sin embargo, en algún punto en la experimentación de nuevos argumentos cinematográficos y televisivos ya en las últimas décadas del siglo pasado, la reverencia fantástica (y romántica) por la figura del vampiro empezó a cambiar. Podemos señalar una serie de variables que han situado a la figura del muerto viviente en registros, historias y personajes absolutamente divorciados de la criatura solitaria envuelta en la melancolía y la penumbra del XIX. Las variables pueden situarse en el devenir natural del cine con el desarrollo tecnológico y el dinamismo particular de las leyes del mercado, o en los elementos aleatorios del conglomerado de culturas y muchedumbres que conforman hoy por hoy las grandes urbes de Occidente y el mundo, muchedumbres cada vez más ávidas de historias audiovisuales eclécticas, y sujetas a la vez a la muy contemporánea superstición de la novedad. La elaboración del personaje vampiresco había emergido de las literaturas idealista y fantástica, reacias a ciertos lineamientos de la propuesta realista. La melancolía y el horror sugerido siempre expandieron sus alas con mayor libertad en el espacio de un discurso que obviara los paisajes en exceso familiares y la explicitación racional o positivista que habían marcado la literatura de lo real social o psicológico. El vampiro no podía deambular con total libertad por las calles ordenadas y las luces escudriñadoras de la novela realista decimonónica en su obstinación a ser fieles con lo que llamábamos «realidad».

Si en el siglo XIX, la muerte (y su ícono perfecto, el vampiro) tuvo que llegar a ciertas transacciones con la narrativa realista; más adelante, en algún punto del devenir del XX, la muerte perderá misterio y se volverá mero espectáculo y objeto de consumo. La muerte, dentro y fuera de la ficción, pandémica en la Internet y los medios impresos, está en todos lados pero no cala hondo en ningún rincón de nuestra psiquis y en la reflexión ética. La representación de la misma en epidemias, guerras y asesinatos se multiplica como sucede con todo objeto de consumo. Tal vez, el siglo XX y el XXI que comienza, quieren vencerla despojándolas de las investiduras solemnes que otrora le habían conferido la religión y la imaginación literaria.
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El caleidoscopio de formas al que ha estado sometido el vampiro en las muchas versiones cinematográficas de la segunda mitad del siglo XX, no tiene parangón en las historias que se cuentan en voz baja. Las improntas realistas (a veces risibles) son muchas: hay vampiros que andan con miramientos en la época del SIDA; otros optan, como en Entrevista con el vampiro (1994), por una dieta de ratas y poodles para aplacar su conciencia. Los hermanos Spierig y su La hermandad (2009) nos presentan un futuro donde la mayoría de humanos se tornan en vampiros (tenía que pasar) cazando a la minoría que no lo son aún. La visión de los humanos capturados y mantenidos en estado de hibernación sólo para extraerles su sangre de manera gradual y calculada ocasiona que haya (en la película) un grupo de vampiros defensores de los derechos de los humanos; es así que en aras de la integridad física de estos (los humanos) y de su propia dignidad (la de los vampiros), este grupo busca febrilmente una cura para el ansia de sangre y la aparentemente insufrible inmortalidad.

El vampiro fue en su estado puro una alegoría aterradora que deambulaba como muchos monstruos, en nuestras noches y nuestros sueños. Su sitial franco fue las leyendas supersticiosas de las aldeas del siglo XV recopiladas en el Tratado sobre vampiros del padre Augustin Calmet (1672-1757). La minuciosidad de las historias sobre vampiros refleja el impulso enciclopedista y escéptico del autor francés, pero en no menor grado, su fascinación por el tema. El punto de quiebre, en lo que concierne a lo específicamente literario, se dio en lo que fue tal vez la noche más productiva (y fantasmagórica) de las letras europeas. Un grupo de escritores se reúne en una mansión suiza una noche de verano de 1817 y dieron textos claves en la nueva pesadilla del Romanticismo. John William Polidori escribiría esa noche, de un tirón, su Historia del Vampiro (inspirado en el tratado de Calmet). Con este libro tendremos la primera novela del muerto ávido de sangre. Su protagonista, un aristócrata de costumbres refinadas, serviría de hechura para los vampiros por venir. Lord Byron, más famosamente, escribiría el primer poema sobre un vampiro (poema que «chupa la sangre», según dicen, al libro de Polidori). And last but not least, Mary Shelley engendraría otro cadáver legendario: el monstruo del barón Víctor von Frankestein, en su libro El moderno Prometeo.

La fábula y la aristocracia se han visto casi siempre con la misma lejanía por la clase media. El vampiro, de figura borrosa en las nieblas del mito y las mansiones en sombras, debía acercarse más a las muchedumbres consumistas del siglo XX. El sueco Tomas Alfredson, con su Déjame entrar (2009), nos retrata a una niña vampiro que reside en un complejo residencial en un suburbio clasemediero en Suecia. La muchacha comparte un austero departamento de ventanas tapiadas con un infaltable sirviente incondicional, quien le provee con saludables dosis de sangre de las personas que él mata. La niña también se relaciona con un niño, vecino del complejo, hostigado por sus compañeros de escuela, y comienza así una alianza entre dos soledades de edades afines (Ella sabe tener trece años como nadie, pues hace generaciones que los tiene). El personaje vampiro es así una persona como todas. Es, en la película del director escandinavo, la vecina niña que nos pudo tocar a cualquiera como compañera de juegos; viste con todo el descuido de una pre-adolescente y se identifica con las desventuras de un muchacho inadaptado como ella. Pertenece ahora a la clase media y, por consiguiente, nos es más universal (El cine y su desarrollo es genio de la burguesía media del siglo XX: todos sus productos le pertenecen).
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La muerte y su emblema perfecto erigido en los años de secularización progresiva, mueren cada día más. Nuestra época es deslumbrante en la exploración sensorial (gozamos hoy por hoy del 3D y ya se anuncia el cine con aromas), pero se adormece nuestra capacidad de asombro y de misterio. Todo se muestra y poco se sugiere (salvo esporádicas y brillantes producciones). La figura del muerto viviente compite con otras supercherías del horror y el efectismo; compite además, más patéticamente, con su propia imagen multiplicada y reciclada ad nauseam. No hallaremos, de hecho, al vampiro en la proliferación exponencial de su figura, lo hallaremos más bien, en la penumbra y el silencio de la introspección, en la imagen única e inapelable que habrá de devolvernos el espejo a la luz de una antorcha, en una noche muy nueva y muy vieja a la vez.

Dracula de Francis Ford Coppola. Cortesía de Columbia Pictures / American Zoetrope / Osiris Films. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=fgFPIh5mvNc[/youtube]

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* Enrique Bruce Marticorena (Lima, 1963) se doctoró en Literaturas Hispano y Luso Brasileras en el Centro de Graduados de CUNY en 2005. Ha publicado el poemario Puerto (Lima, 1992), el libro de cuentos Ángeles en las puertas de Brandenburgo (Lima, 1996), la colección de poemas en prosa Jardines de la Editorial Intermezzo Tropical (Lima, 2013) y un estudio sobre César Vallejo; Madre y muerta inmortal: Género, poética y política desde los textos de Cesar Vallejo con el Fondo Editorial de la Universidad San Ignacio de Loyola (Lima 2014). Ganó dos menciones honrosas en el concurso «El Cuento de las Mil Palabras» de la revista Caretas de Lima en los años de 1986 y 1992. Se le otorgó el premio Lane Cooper de las Humanidades en el 2004 por su propuesta de tesis doctoral. Sus poemas, artículos, ensayos y textos de ficción han aparecido en diversas revistas literarias y periódicos de Lima y Nueva York. Actualmente enseña en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la Universidad San Ignacio de Loyola.

 

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