Escritora del Mes Cronopio

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Quizá la respuesta había sido demasiado tajante, después de todo él no había tenido nada que ver con la desaparición de la figurita del pez. Parecía de confianza, de otra forma ella no se habría detenido en ese momento, ni habría dejado desprotegido el carro durante unos instantes para arreglarse con ambas manos el pelo y recolocar dos de las muchas horquillas que innecesariamente llevaba. El padre del chico la observaba con atención mientras reflexionaba sobre los encuentros que en ocasiones se presentaban en la vida, sólo a algunos les es dada la posibilidad de aprovecharlos, había que saber ver más allá. El contacto humano entre extraños. Una oportunidad de trato, de auténtica hermandad.

Aquel instante de comunión se vio sin embargo interrumpido. El chico había chillado y ahora se tapaba la boca con las dos manos y miraba hacia arriba con la cabeza levantada. Una bolsa de los supermercados GAMA todavía con una trayectoria ascendente daba vueltas en el aire sobrevolando las cabezas del padre del chico y de la señora. Luego comenzó a descender y quedó aplastada en el suelo de la acera. No hizo ningún ruido extraño.

El chico no se atrevió a moverse, firme y con los brazos pegados al cuerpo miraba asustado a la señora mientras un líquido caliente humedecía el calzoncillo de algodón.

—Nada de ahí se puede romper.
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El padre le indicó con la cabeza que retrocediera y recogiera la bolsa. Al agacharse, la espada se dobló contra el suelo. Luego, tras el cruce, en cuanto pudo, volvió a adelantarse haciendo grandes esfuerzos por mantener inmóvil el brazo en el que llevaba la bolsa. Caminaba encogiendo los dedos y apoyando el peso sobre la parte exterior de la planta de los pies, tratando a la vez de ahuecar las entrepiernas con el propósito de que el calzoncillo se secara cuanto antes. En la cara interior de la pierna izquierda, desde el dobladillo del pantalón corto hasta el calcetín, la trayectoria de una gota había hidratado la piel reseca dejando a su paso una finísima huella.

Sin atreverse por el momento a retomar la conversación, el padre del chico observó de nuevo los árboles de la calle. Se había fijado en ellos al seguir el vuelo de la bolsa. No tenía idea alguna sobre qué clase de árboles eran. Pensó que no sabía nada de botánica e hizo propósito de informarse sobre el tipo de árboles que el ayuntamiento plantaba en la ciudad. Y como si aquel propósito compensara de alguna manera la acción de su hijo, continuó la conversación libre de culpa. No quería desaprovechar la oportunidad que se le había ofrecido aquella luminosa mañana.

—Habló usted antes de un bañador verde.
—Ya vivo por aquí cerca.
—…
—El bañador era verde y un poco brillante.
—¿Estaba en la playa?
—Me quedaba grande de delante pero era mi preferido
—…
—Era en el río. El agua estaba muy fría, me daban calambres en las piernas. Mi hermana tenía más delantera y mi madre le dio a ella el bañador.
—La vida no es justa a veces.
—Bueno, luego ella se murió.
—¿En el río?
—No, fue después, por una enfermedad. Antes me había buscado un trabajo, pero no duró y, antes, ella me había echado de su casa por culpa de su marido. Yo siempre me quedaba con todo, es lo que decía mi hermana, pero era al revés, él había sido mi novio.
—¿Y qué hizo usted entonces?
—Hay muchos ladrones. Pero he aprendido y ahora lo sé.
—¿Lo dice por lo del pez de colores?
—Hay que pensar antes. Mi madre me lo decía. Hay que pensar antes lo que se hace. Yo ya no vuelvo por allí ni por ninguno de esos sitios. Es peligroso.
—Tendrá que tener cuidado.
—Yo conozco a mucha gente y siempre hay que andarse con ojo, no hay que fiarse a la primera. ¿Podría usted comprar una botella de agua ahí?
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Antes de entrar en el ultramarinos le indicó a su hijo que retrocediera. El chico se quedó a un metro de la puerta sin levantar en ningún momento la mirada del suelo. Tenía un pie en cada loseta y trataba de no pisar las junturas.

—¿No quieres? ¿No tienes sed? —la señora le ofrecía el botellín de agua del que ella tan sólo había bebido un breve trago.

El chico negó repetidamente con la cabeza sin dejar de mirar el suelo.

—¿Podría usted comprar también una bolsa de patatas fritas?

La señora levantó con destreza una esquina del recorte de hule que cubría el carro, y protegiéndolo con su cuerpo, introdujo en su interior la botella de agua.

—He comprado éstas pero si prefiere de otro tipo….. —había elegido la bolsa de patatas más barata. Sólo le quedaba un euro en el bolsillo.

La señora tomó la bolsa, la abrió por un extremo, sacó una única patata y se la ofreció al chico. Éste volvió a negarse con el mismo gesto rápido de cabeza.

—¿Hijo, no quieres cogerla y dar las gracias?

El chico se acercó y evitando tocar a la señora cogió la patata. Dijo: Gracias.

—¿Usted quiere una?
—Sí, gracias.

Usando el mismo procedimiento anterior, la señora guardó la bolsa de patatas en el carro.

—Aquí está bien.
—¿Cómo?
—Que vivo aquí. Este es el portal —y señaló una estrecha puerta de madera.
—¿No quiere que le ayudemos a subir la compra?
—No. No hace falta. Ya bajará ahora alguien. Muchas gracias —y en vista de que no parecían reaccionar, añadió—. Que pueden irse, gracias.

El padre del chico dejó las bolsas junto a la puerta y le indicó a su hijo que hiciera lo mismo con la suya y se despidiera. Adiós. Y le dieron las gracias.

De Eva no podía decirse que se había casado con el hombre equivocado. Días así no constituían para ella ninguna sorpresa. Carlos había levantado la persiana del ventanal del dormitorio y mirando hacia el exterior se había dicho a sí mismo:
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—Me llevaré a Gonzalo. Es el mayor.
—¿Adónde? —Eva salía en ese momento del cuarto de baño.
—Mi padre lo hacía.
—¿Hacía qué?
—Elegía a uno y le dedicaba en exclusiva unas horas.
—Hemos quedado a la una con Isabel y Arturo en su casa.
—Te sentías único … importante.
—¿Me has oído?
—Haremos algo especial. Incluso podemos pasar a ver a mi padre.
—¡Carlos!
—Llegaremos a tiempo.

Lo conocía bien y lo quería, sabía llevarlo, es lo que decían sus amigas y su madre, también en alguna oportunidad atrapadas, como ella misma, por la sorprendente habilidad de su marido para conseguir, durante unos minutos, unas horas o, a lo sumo, en situaciones excepcionales, a lo largo de un día (días luminosos casi todos), que las circunstancias cambiaran de color, para lograr levantar los pies del suelo en busca de lo excepcional; y en esas ocasiones, una especie de juguemos por un momento a que todo puede ser maravilloso, sobrevolaba lo ordinario y desde muy lejos observaba la rutina del día a día, y todos veían, o fingían ver, a pesar de que las cosas, lentamente o de golpe, recuperaran desde luego su verdadero color. Entonces Eva sabía esperarlo, recogerlo sin humillarle, en especial cuando había sido, objetivamente, un irresponsable.

—Te he estado llamando. ¿Sabes qué hora es? —Eva se había levantado al oír el timbre de la puerta exterior (sólo ella estaba atenta) y se había ofrecido a abrir dando la vuelta a la casa por el jardín. Llevaba puesto un ligero vestido de tirantes estampado y unas chanclas rojas en los pies.
—Me dejé el teléfono móvil en el coche.
—Estamos en el jardín de atrás —les indicó Eva para que no atravesaran la casa.

Isabel estaba sentada frente a la mesa de madera tropical del porche. Los niños (los de Isabel y los de Eva), todavía con el bañador húmedo, jugaban a las cartas en el césped tumbados sobre las toallas. Carlos levantó el brazo derecho para saludar a los niños y luego se disculpó con Isabel y se sentó a su lado. Isabel gritó el nombre de su marido para que saliera de la casa y le indicó a Gonzalo que se acercara y que le diera un beso, luego le ofreció un vaso de zumo de piña en el que echó varios hielos de la cubitera que había sobre la mesa y casi le ordenó que se sentara junto a ella en el taburete de madera con el cojín verde. Gonzalo bebió enseguida pero se mantuvo de pie. Isabel le rodeó la cintura con el brazo mientras bebía. Eva, después de escurrir bien las frutas del fondo de la jarra con la cuchara de madera, le había servido a Carlos un vaso con lo que quedaba de sangría.

—Bueno, contadnos, ¿qué habéis hecho vosotros dos solos?—dijo Isabel entre curiosa y divertida mientras le acercaba a Gonzalo un cuenco con los restos de los ganchitos.
—Lo hemos pasado estupendamente, ¿verdad, Gonzalo? Primero entramos en el Top-books. Es su librería preferida. Y no os lo vais a creer, pero lo conseguimos, ¿verdad, Gonzalo? Conseguimos sitio en la locomotora. Y allí sentado, mientras conducía el tren, estuvo leyendo y hojeando un montón de libros: los de Geronimo Stilton, los de Bat Pat, estaba el del Tesoro del Cementerio, ¿verdad, Gonzalo?, los cómic de Tintín, los de Asterix. Por primera vez conseguimos el sitio y le sacamos partido.

Eva estuvo a punto de preguntar qué libro habían comprado, pero recordó a tiempo que había encontrado la cartera de Carlos sobre la encimera de mármol del lavabo. Pensó entonces que tal vez Gonzalo estuviera decepcionado y decidió intervenir.

—¡Oye, Gonzalo, ahora que ya sabes cuál es el libro que más te gusta, la semana que viene podemos ir a comprarlo!
—Él me iba pidiendo libros y yo se los acercaba de las estanterías, como si fuera su mayordomo. No sé el tiempo que estuvimos, mucho. Luego dejamos el sitio a una niña pequeña y salimos a la calle. No hay que ser abusones. Le propuse a Gonzalo hacerle una visita al abuelo e íbamos camino de su casa cuando vimos a la salida del supermercado que está en la glorieta a una señora cargada con demasiadas bolsas. Tuvimos la oportunidad de ayudarla y de hacer una buena acción. Estoy muy orgulloso de él, sí, muy, muy orgulloso.
—Era una mendiga —aunque tenía un hielo en la boca se le entendió bien. Había conseguido zafarse del brazo de Isabel.
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Eva se levantó y le preguntó a Isabel si podían utilizar el cuarto de baño de arriba; cogió a Gonzalo de un brazo y se lo llevó.

En el cuarto de baño, Eva le quitó a Gonzalo la camiseta y le lavó concienzudamente con agua y abundante jabón las manos y los brazos, luego la cara y el cuello. Le secó con papel de váter que luego arrojó a una pequeña papelera de mimbre que estaba junto al lavabo. Después se distanció de su hijo y lo examinó bien por entero, de la cabeza a los pies.

Volvió a situarle frente al lavabo y le ordenó el pelo con los dedos. Detrás de él, Eva lo observaba a través del espejo.

—¿Era una indigente?

Gonzalo, sin levantar la vista, encogió los hombros. Eva lo rodeó con los brazos cariñosamente.

—¿Lo habrás pasado bien con papá, no? Los dos solos.

Con un hábil movimiento consiguió deshacerse del contacto con su madre y se colocó a un lado del lavabo. Sin querer, le dio una patada a la papelera de mimbre pero no se volcó.

Eva sacó de una bolsa de lona el bañador de Gonzalo.

—Toma, ponte el bañador. La ropa la dejas metida en esta bolsa. Los zapatos y los calcetines ponlos ahí, debajo del lavabo. Te esperamos en el jardín.

Eva bajó al jardín y antes de sentarse le acarició a Carlos la mejilla con el dorso de la mano: de momento sería mejor que olvidara la cuestión, se le notaba confundido. Isabel preguntó por Gonzalo.

—Está poniéndose el bañador.

Vestido con el bañador y las chanclas, guardó la ropa en el fondo de la bolsa de lona. Antes había comprobado que el calzoncillo estaba casi seco y lo había metido en uno de los bolsillos del pantalón, luego había envuelto el pantalón con la camiseta.

Dejó la bolsa sobre el váter y se situó frente al espejo: encogió los hombros, se relajó, luego volvió a encogerlos y a relajarse, a encogerlos otra vez, y mientras se relajaba de nuevo, comenzó a cambiar la expresión de su cara, frunció las cejas, después los labios, y, encarándose con el espejo, en voz muy baja pero agresiva empezó a repetir: mendiga, mendiga, mendiga, mendiga, mendiga.

Isabel fue la primera en verlo bajar por las escaleras que descendían al jardín. Agarrado a la barandilla, trataba de hacer el mayor ruido posible con las chanclas. De improviso se detuvo, bajó la cabeza y se miró el cuerpo. Se la había olvidado en el coche.

—Anda, Gonzalo, date un baño antes de que se estropee el día —intervino Isabel.
—¿Y nosotros, qué? —protestó el hijo mayor de Isabel.
—Vosotros, no. Ya os habéis bañado suficiente. Vamos a comer enseguida.
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Gonzalo se acercó al borde de la piscina y antes de que su madre tuviera tiempo de decirle que primero se duchara, tomó impulso y se lanzó al agua. La huella de la pierna izquierda desapareció.

Isabel volvió a gritar el nombre de su marido para que saliera de una vez de la casa y empezara a preparar la barbacoa.
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* Mónica Carbajosa es Doctora en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Imparte las asignaturas de Literatura y Cine y de Literatura Universal del Siglo XX en la Facultad de Comunicación del CES Villanueva (Universidad Complutense). Es autora de diversos libros y ensayos de crítica literaria y cinematográfica (La corte literaria de José Antonio: la primera generación cultural de la Falange, prólogo de José Carlos Mainer, Editorial Crítica, 2003; Miradas de cine. Aproximaciones al arte cinematográfico, Cie Dossat, 2008; «Alice Munro: el dominio del cuento», «Del relato breve al cine: Smoke», publicados en la revista Espéculo). En 2003 recibió el Premio Alumbre de la Fundación Emma Egea por la repercusión que en el mundo de la cultura y los medios de comunicación han tenido sus publicaciones, al haber arrojado luz sobre espacios inéditos de nuestra historia literaria. Ha sido colaboradora del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia. Dedicada también a la escritura de cuentos, en 2002 recibió el Premio de Relato Breve convocado por el Círculo de Bellas Artes, Alfaguara y El País. Ha publicado relatos en las revistas Agua y Nueva Revista. Es autora de los cortocuentos  El arrendajo y Resiliencia.

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