Literatura Cronopio

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Lapso

LAPSO

Por Jaime Báez*

La escasa luz del sol entró por la ventana iluminando la mesa, algunos libros, y un vaso que estaba al lado. Unos pasos adelante Alirio, encima de una silla, aseguraba la soga con fuerza. Se empeñaba en amarrarla muy bien a la viga del techo y la examinaba una y otra vez, como dudando de su resistencia. La soga estaba perfectamente atada y esperaba desde hacia mucho tiempo la decisión de Alirio.

Finalmente el tipo pareció decidirse. Se empinó y empezó a tratar de ajustar el aro de la soga alrededor de su cuello. Miró hacía un espacio blanco en la pared que estaba entre el mueble del televisor y la cama. Cerró los ojos y sintió el corazón en la mano. Estaba a punto de dejarse ir cuando el timbre de la puerta lo sacó del espacio blanco y vacío en el cual se había concentrado. El sonido del timbre retumbó largamente en la habitación y durante un lapsus de tiempo Alirio dudó entre dejarse caer y quitarse la soga. Unos minutos antes había hablado con su vecino y éste podría aparecer y preocuparse porque nadie abría la puerta al frente. Sobretodo por las recomendaciones que –no sólo a su vecino, sino también a varios conocidos— había hecho su tía.

El timbre sonó más largo la segunda vez. La soga tendría que esperar al menos unos segundos. Alirio se safó el aro del cuello y bajó rápidamente de la silla. Luego se acercó al pasillo y gritó «Ya voy».

A través de los cristales esmerilados de la puerta se dibujaba una sombra azul. Esta sombra pensó que el silencio y la soledad de la casa eran muy extraños, si se comparaba con las otras del barrio, que siempre tenían la música o los niños, o las empleadas. Es un buen sector para criar a los niños, pero esta casa silenciosa y descuidada parecería abandonada de no ser por la pequeña luz que se ve en el cuarto del segundo piso.

Alirio abrió la puerta y apareció frente a él una mujer con un chaleco azul. Tenía el logotipo de la empresa de gas público, no sólo en el chaleco, sino también en la gorra y en la pierna derecha del pantalón, bordado con fino detalle. La mujer no sobrepasaría los treinta años, el pelo largo negro salía por la parte de atrás de la gorra. Estaba levemente maquillada y en la mano sostenía una tabla de las que se usan en las encuestas.

—¡Buenos días señor! —Dijo en tono muy animado— Yo soy su representante local de la empresa de Gas, Inés, y he venido para preguntarle algo.

Alirio se enteró, por primera vez en su vida, de que tenía un representante local en la empresa de gas. Una representante que tenía una hermosa sonrisa. No contestó nada.

—¿Le gustaría si le digo que ahora usted puede protegerse y también proteger a su familia de todo tipo de problemas que se presenten en su hogar?

Esta era una de esas preguntas en donde al contestar «sí» se está implícitamente accediendo a que le cobren más. Alirio se fue por la tangente.

—Yo no tengo familia.

La sonrisa desapareció del rostro de la representante local de gas. Los hombres solteros siempre son más difíciles de convencer.

—De todas formas algún día puede que tenga una. Y es que este seguro no sólo cubre robo y destrucción por desastres naturales, sino que también cubre «calamidades domésticas».
—¿Calamidades domésticas? —Jairo preguntó mientras pensaba en la soga amarrada adentro de la casa. Cerró un poco más la puerta para que Inés no alcanzara a ver ni por equivocación. Las nubes oscurecieron un poco el día y un viento frió cruzó por la acera.
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—Sí, calamidades domesticas. Como que, por ejemplo, le rompan algún vidrio. Nosotros de inmediato se lo reemplazamos. O si las chapas se dañan, usted nos avisa y en tiempo récord hacemos el arreglo. Este seguro es tan completo que incluso lo protege y le restituye lo perdido en caso de ataques terroristas.

Alirio sonrió maliciosamente.

—No me imagino que Osama Bin Laden viniera a atacarme a mí, pero creo que ni así compraría el seguro. La verdad es que me interesa muy poco en estos momentos y tampoco tengo el dinero.
—Es muy económico. Sencillamente hacemos un recargo muy pequeño en su recibo de gas. Hoy en día todos nosotros necesitamos un seguro de hogar. No hay persona a la que no le haga falta algo tan práctico.

—Debe creerme, señorita. En lo último que estoy pensando ahora es en comprar un seguro.

Alirio comenzaba a cansarse. De pronto se le ocurrió que podría deshacerse de la mujer con cualquier mentira y que si no lo hacía pronto podría arrepentirse de la decisión que había estado a punto de tomar. O tal vez no. Cuando se han aplazado ese tipo de cosas una vez, se pueden aplazar infinitamente.

—Pero es ¡tan práctico! Sobretodo para hombres que viven solos como usted. Ya no va a tener que preocuparse por ningún daño, y además nuestra atención es las 24 horas del día.
—Lo que pasa es que —Alirio alcanzó a dudar un poco— …mire, porque no regresa en 10 minutos, cuando llegue mi esposa, ella de seguro la atiende.

Ese era el viejo truco. Inés sabía por experiencia que casi todos los que le piden a uno que vuelva en diez minutos, cuando uno vuelve, ya no están. Además de ninguna manera era posible que este hombre estuviera esperando a la novia. De hecho más bien parecía un sujeto que llevaba viviendo solo un buen tiempo, ella vio y reconoció al típico hombre con ropa descuidada, vistiendo medias de distintos colores, con al menos un par de días sin afeitarse de manera pareja encima, se veía desgarbado y no muy bien alimentado…

—Lo que pasa es que yo no tengo que visitar más casas en esta cuadra. Pero usted sólo tiene que firmar, no hay nada más que discutir, es un pequeño recargo y obtiene seguridad total para su hogar las 24 horas.
—¿Y si no me interesara la seguridad?
—Jajajaja —La risa de Inés estaba acompañada de una sensación extraña, como si la presionaran por todos los costados y sentía que el tipo la miraba ahora de manera diferente. Sin embargo, había logrado convencer a muy poca gente…
—Mire señor —Inés retomó la conversación con un tono algo dulzón, acercándose un poco más— Con sólo poner su firma en esta línea cerramos el trato y usted puede entrarse a bañar para verse con su esposa, que no debe tardar.

Alirio sonrió.

—Mire señorita, lo que pasa es que por más que quiera aceptar no hay ninguna razón por la cual a mí me interese comprar un seguro de hogar ¿Me entiende? De hecho, yo ni siquiera iba a abrir la puerta. —Un trueno se oyó a lo lejos, mientras el aire de tormenta comenzaba a apoderarse lentamente de toda la calle—. Discúlpeme.

Alirio hizo el ademán de cerrar la puerta. La mujer lo detuvo atravesando la mano.

—Señor, por favor. —Inés comenzó a sollozar— No he tenido mucha suerte hoy. Necesito lograr afiliar a un número específico de gente o me pueden echar del trabajo. Es muy poco el recargo que tiene que pagar… Sólo le pido que lo pruebe seis meses después puede retirarse, si lo desea.

La mujer mostró tal expresión de melancolía que Alirio tuvo que respirar profundo antes de empezar a negar de nuevo. Sin embargo, cuando estaba por contestar, su rostro se iluminó y cambio de expresión por unos segundos.
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—Tiene toda la razón señorita. En últimas a mí no me cuesta nada firmar y probar si el seguro es necesario, al menos por unos meses. Ahora que no necesito nada puedo comprometerme en cosas que podrían suplir mis necesidades, pero antes no. Y apenas me doy cuenta de eso.

Inés no entendió una palabra, pero estaba muy emocionada de haber convencido al cliente. Incluso alcanzó a sentirse orgullosa de ella misma cuando vio que el tipo firmaba con tranquilidad y le ofrecía disculpas por las molestias.

Alirio cerró la puerta y respiró profundo. El aire frió circulaba alrededor de toda la casa, de vez en cuando, los truenos interrumpían el cálido silencio de un barrio olvidado en Bogotá. Se fue hacía su cuarto completamente desorganizado. Levantó un saco que estaba en el suelo, a los pies de la cama. Se lo colocó con tranquilidad. Luego encendió un cigarrillo y se sentó en una silla para aspirar con toda calma, lentamente, dejando que el humo hiciera el daño en sus pulmones. Afuera sonaban las primeras gotas fuertes sobre el asfalto. Una vez terminó el cigarrillo se subió nuevamente a la silla y se dio cuenta que era muy corta la distancia. Entonces, para asegurarse perfectamente, tuvo que quitar la silla, traer nuevamente las escaleras, como antes del timbre de su representante local de la empresa de Gas. Eran unas escaleras de aluminio que se abrían como tijeras. Median al menos dos metros y Alirio había necesitado colocarlas sobre la mesa del comedor para poder amarrar la cuerda. La mesa medía unos ochenta centímetros de alto y, sin embargo, Alirio se había tenido que empinar al máximo para poder amarrar la soga alrededor de la viga del techo de su casa. En ese momento había calculado un metro de soga libre de caída. Ya no se construían casas de estas dimensiones.

Ahora Alirio estaba en lo más alto de las escaleras. Ajustó el aro de la cuerda alrededor del cuello y se alistó para botarse justo en frente de la escalera.

Inés alcanzó a entrar a la tienda y pedir un café caliente. Se sentó en una mesa y metódicamente organizó los contratos que había conseguido en todo el día. El joven que atendía la cafetería no dejaba de mirarla en ningún momento. La verdad es que Inés era una mujer muy atractiva y eso le facilitaba siempre el trabajo. En especial con los hombres. Pero había aprendido que este tipo de solteros eran diferentes, como si hubieran estado mucho tiempo bajo una lluvia de alguna sustancia acuosa sucia y la tuvieran calada en los huesos. Y sin embargo, al final, pensaba ella muy feliz, logró convencerlo.

Alirio terminó su lapso de reflexión, la cuerda esperaba ansiosa. Dio un pequeño salto y se dejó caer delante de la escalera. La base craneal sufrió una apertura violenta y desgarradora, característica de apalancamiento sobre el temporal; luego la lluvia se desató mientras Inés tomaba su café. Suspiró antes de dar el primer chupón a su cigarrillo y escuchar el rumor acompasado de la lluvia. El joven de la cafetería le alcanzó un buñuelo y le dijo con una sonrisa: la casa invita.
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* Jaime Andrés Báez León es candidato a doctorado y ha sido docente e investigador de las universidades Nacional, Javeriana y Uniminuto en Bogotá. Se graduó con honores en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Su tesis «Juan García Ponce: Relato de un parricidio» fue meritoria en la maestría en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana y está publicada en Internet. Ha publicado también artículos y reseñas variados en revistas especializadas. Actualmente trabaja en un libro acerca de la crítica literaria Colombiana producida de los años 1960 a 1980.

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