Literatura Cronopio

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Notas y otros relatos

NOTAS Y OTROS RELATOS

Por Nicolás Tascón*

Salí del carro. Cerré la puerta. Me quité las gafas sexys, las guardé. Miré hacia todas partes. Y luego entré a mi casa. La puerta se cerró dulcemente tras de mí. Recordé. Sonreí mientras casi sentía nuevamente la presión, y la saliva en los dedos. Me metí a la cocina. Tenía un hambre voraz, casi podía comerme el mismo horno microondas. Corté en julianas una lechuga; luego en pequeños trocitos, rebané unas zanahorias, piqué unos tomates, algo de sal, agua. Me lavé las manos. Me recosté en el sofá blanco a mirar hacia la ventana. La mayoría de los apartamentos tienen un sofá blanco que mira hacia un plasma, pero mi apartamento tiene un sofá blanco que mira hacia la ventana. Me gustaba analizar plácido el paisaje. Me senté Medio recostado, extendí las piernas sobre la butaca blanca, me descalcé, y me dediqué a mirar el cielo que apenas amanecía. La ventana se tinturaba de azul falso y violado intenso, las golondrinas cantaban en los tejados y descansaban en las indelebles líneas oscuras del cableado. Las nubes marmóreas viajaban por el cielo lentas, adormiladas aún.

Me comí lentamente la ensalada mientras veía cómo el viento mecía con calma las cortinas azules. Y luego la noté.

Donde antes no había nada, ahora se veía pender un cuadradito. Era absurdo, como ensayar una muerte o intentar invertir el sentido de un espejo; simplemente ridículo. Pero allí estaba el cuadradito de papel rosa, y sobre él, unas letras que se escribían solas.

Me levanté, más intrigado que asustado, y bostecé. Me estiré, dándole tiempo a la mano del aire para que terminara de escribir, y luego, me acerqué a la ventana con los ojos sumamente interrogativos.

Abajo había un precipicio y al final, bruscamente puesta una capa asfaltada, algunos coches madrugadores corrían al trajín y la notita se mecía con el viento; y las cortinas azules.

Entonces, la despegué.

«Gracias por… Te mereces el mundo y más»

Mis ojitos azules, por lo general muy dormilones, sonrieron, contentos. Por el halago, digo. No es que hubiera nada más.

Pegué la nota en la nevera blanca y salí de la cocina blanca, pisando todas y cada una de las baldosas blancas.
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Volví a apagar el carro. Cerré la puerta. Guardé mis gafas. Miré hacia todas partes y luego entré a mi casa, y la puerta volvió a cerrarse dulcemente tras de mí, y volví a cortar la lechuga, a rebanar la zanahoria, a picar los tomates, un poquito de sal y el cielo nuevamente estaba delante de mí. Pero la nota ya me esperaba, desde mucho antes de que yo hubiera llegado. Era azul y se mecía con el viento. Y yo la despegaba y leía.

«Oro y piedras preciosas. Aplícale colores a… Eres lo máximo.»

Y mis ojitos azules volvían a despegarse de su sueño taciturno y yo volvía a sentirme envuelto en aquel prolijo malestar bienaventurado, y las notas una nueva vez subían mi moral y hacían que me sintiera mal. Mal porque yo solo podía ser palabras, y no podía llegar a ser indescriptible, como siempre lo deseaba cuando me bajaba del carro, cerraba la puerta, guardaba mis gafas sexys, miraba hacia todas partes y entraba a mi casa. No podía ser más que palabras y eso me hacía un monstruo limitado y banal. Y bien como nada en el mundo porque alguien me escribía y me hacía un monstruo limitado y banal.

Pero siempre las esperaba. Cuando guardaba las gafas y miraba hacia todas partes. El pito de los coches trajinados me indicaba que apenas amanecía, y el cielo azur, y sombrío, y rosa. Y siempre cumplían, con sus cumplidos hermosos dentro. Diciéndome que yo era uno más; pero uno más de los mejores, que yo no importaba; y que era libre de hacer lo que me plugiera. Me decía que le encantaba el modo en que sonreía, que le gustaba cómo caminaba y que mi rostro era bello, aún con todos sus desperfectos. En ellas estaba escrito que me quería mucho, que yo valía demasiado, pero que el valor era solo para mí, porque el valor de cualquier cosa siempre es netamente personal. Me decían cosas lindísimas. Y cada vez que apagaba el carro, guardaba las gafas, cerraba la puerta, miraba hacia todas partes y entraba a mi casa, un sentimiento extraño me poseía. Era como si las esperara más de lo debido, como si las necesitara sin desesperos, y sus presencias etéreas, azules, blancas, rosas, y sombrías, pegadas al vidrio de la ventana con cortinas azures me revitalizara. Más rápido de lo que pensé, la puerta de mi nevera blanca se llenó de los colores de las notas del cielo, y de ella, y de mí, y entonces las paredes blancas, ni el suelo blanco, ni la casa blanca me parecieron iguales nunca más.

El aire se volvió más límpido, y los carros parecían ahora de juguete. Una pureza extrema comenzó a entrar en la casa; y en mí. Y luego comencé a enamorarme; pero no era un amor de esos con los que se disfrazan las obsesiones; sino que era uno verdadero. No sabría describirle con palabras, ni con actos, porque este amor no se resumía a una lengua, pues era muchísimo más; o muchísimo menos, pero era en un plano más sublime e inaccesible que en el que me encontraba. Y comencé a ver mi mundo blanco, sexy, plano, en colores guapos y frescos. Ahora me bajaba del auto y cerraba la puerta, guardaba mis gafas y miraba hacia todas partes con dulzura, y mis ojitos, mis dormilones ojitos azules, se deshacían en paz cada que presentía el amor que me perseguía hacia todas partes.

Y entonces giré las llaves, apagué el auto, cerré la puerta, miré hacia todas partes, subí las escaleras hasta mi elevado piso y sentía, como el camino que trazan los zumbidos suaves de las alas de las abejas, una línea que me guiara hacia arriba; y me daba lucidez del momento, y me dejaba respirar el aire enamorado.
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Corté nuevamente la lechuga, rebané las zanahorias, piqué los tomates, un poco de sal y me senté en mi sillón blanco a ver cómo amanecía. Y allí apareció de la nada, la notita violeta, y adquirió una luz que no había visto en ninguna de las otras. Era especial. Especialmente bella. Bellamente especial. Me levanté con calma y estiré los brazos. Me descalcé y mis pies agradecieron el beso del nuevo aire enamorado, y del frío maternal. Estiré los dedos para atrapar las palabras; y la hojita nimia. Y sonreía. Y de mis ojitos azures, dormilones ojitos azules, se escapó una lágrima de cristal.

«Perfecto. Simplemente perfecto».

HABÍA UNA VEZ UN ESCRITOR

Había una vez un escritor que escribía cuentos para niños grandes; porque un adulto no es más que un niño grande que ya ha jugado a tener sexo. Y el escritor era solo un niño. Un pequeñito niño que intentaba que sus líneas sonaran lo más maduras posibles.

El escritor viajaba por mundos paralelos; leía a los grandes y a los no tan grandes, peleaba consigo mismo por el mundo en el que le tocaba vivir y escribía y escribía hojas enteras. Páginas por los bordes, en las servilletas, en los pupitres, en las paredes, escribía en sus manos, en las de otros, escribía en las miradas, y en las nubes. El niño se lo imaginaba todo, y se esforzaba por hacer un escrito perfecto, pero veía cada vez más lejos a la alada magnificencia.

Cuando se sentaba frente a una hoja, comenzaba a desplegarse ante él un enormísimo mundo; y él intentaba agarrar los pedacitos más diminutos con tal de capturar algo, y de encerrarlo en su hoja, y de ponerle su nombre; el nombre del cazador. Se concentraba. Miraba al frente. Abría la boca y dejaba que sus piernas adquirieran el tic rítmico. Ese movimiento desquiciante, ese tambaleo estúpido. Se comía las uñas. Se rebanaba los sesos con las puntas de los estilógrafos. Y lo conseguía: hacía que sus textos fueran legibles. Que se entendieran y que incluso la gente los disfrutara.

Pero para él no fue suficiente.

Se esmeraba lo indecible, imprimía lo mejor de sí en los escritos. Pero siempre era igual, el mismo problema que le destruía el subconsciente: Sonaba muy como si no fuera él; como si se tratara de una voz ajena a la suya, y su estilo no era propio, y se notaba la energía forzada; la intensidad excéntrica que aplicaba a su tono. Y cada vez lucía más decaido.

Y entonces vino el desespero acérrimo; agrio. Ahora veía un mundo decantado en otro, y ambas realidades: Realidad y Surrealismo, se le mezclaron en una sola, haciendo de sus días una noche, y de sus deseos un terso gato. Comenzó a volverse paranoico, y ya no salía de su casa sin un paraguas, pensando que la rama de un árbol parlante fuera a caerle encima.

Pero la tempestad pasaba. Como todo. Como todo…

Así que un día, mientras leía a uno de los más grandes, se le ocurrió que los más grandes nunca quisieron serlo. Y tomó la resolución de sentarse en una silla mecedora, frente a un fuego crepitante, con unas cortinas azules a la cabeza, dejar de tomar las cosas tan en serio y comenzar a jugar.
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Ya se le había olvidado qué era escribir. Solía copiar y copiar, mas nunca escribir en todo el sentido de la palabra. Porque ESCRIBIR es un estilo de vida, y no un simple pasatiempo. Porque o se escribe o se muere. Sin embargo lo tomaba con calma; pues, así, nada es trascendente. Ahora simplemente recreaba los universos extraños y luminosos, ácueos y fluorescentes y los dibujaba en las hojas. Era capaz de captar la frescura de una brisa durante el primer día del verano, o el dulzor líquido de las manzanas maduras, e incluso la sonrisa perfecta; con calcáreos dientes relucientes, todo mientras jugaba a jugar.

Y así fue como un día, el escritor que era un niño, porque un niño es un adulto que no ha jugado al sexo, tuvo una idea.

Y en una de sus hojas hubo un escritor que escribía sobre un escritor que escribía sobre un escritor. Y ese escritor infinito se reproducía miles y millares de veces, creando un escudo contra la muerte hasta el infinito. Y aferrándose a la vida mientras luchaba por atrapar esos escurridizos submundos de su mente; esos inframundos de su alma, esos mundos altísimos de su ingenio intelectual, se creó a sí magníficamente inmortal. Y el mismo escritor que se repetía como el reflejo de un espejo en uno más, creaba un portal a sí mismo, por el cual se podía acceder al más elemental deseo de su alma corrompida por las letras. Y ese mismo escritor escribía debajo de unas cortinas azules, mientras una silla mecedora se movía como con la brisa, y el fuego crepitaba perezoso.

Qué extraño es este loco mundo en el que nos movemos. ¿No?

MECANISMO

Dentro de todos nosotros hay un pequeño mecanismo que se dispara cuando uno menos lo espera. Ocurre algo; dentro de la mitad interna del interior de la media cabeza, un bajón desde la tráquea hasta el corazón. Y allí palpa un rato; y luego palpita como agitado. Mientras tanto nosotros vamos caminando despacio y afuera hace un bonito día, y nosotros sonreímos, y aún ahora estamos contentos, y permanecemos inocentes de los procesos que ocurren en nuestro interior. Pero luego el mecanismo persiste, y del cerebro, y de la tráquea, y del palpado palpitante corazón, se extiende hasta los brazos, en forma de hormigueo. Entonces nosotros sacudimos los brazos y nos sentamos en alguna banca debajo de algún árbol que da alguna sombra. Entonces nosotros sentimos que abatimos el mecanismo; que lo cancelamos. Entonces, no es cierto, porque el mecanismo es más fuerte de lo que pareciere. Así es como se revuelca ordenado, por el estómago y baja hasta las uñas de los pies, y luego comienza su camino de vuelta.

Nosotros caminamos hacia el frente, mientras nuestros ojitos azules dormilones recuerdan las manos llenas de saliva, el disparo y las desvaídas luces de colores, las cortinas azules y el fuego crepitante, y el sol del bonito día se filtra por entre el oscurecido lente de las WayFarer, y el mecanismo hace que las tiras se estiren y se estríe y aumenten y disminuyan mientras sigue en su esmerado subir. Y nosotros caminamos de vuelta a casa, y pasamos por el lado de una fuente de aguas claras con un patito amarillo encima, y dejamos atrás la banca, y el árbol y su alguna sombra.

Y entonces el mecanismo se revela, porque ha llegado a la mitad interna del interior de la media cabeza, y allí se despliega, y nosotros, mientras caminamos de vuelta a la desolada seguridad de nuestro hogar, sentimos que todos los hilos invisibles; que habíamos notado pero habíamos ignorado, son halados al unísono, y que algo tira de nosotros desde el interior hasta la mitad interna del interior de la media cabeza hasta un lugar sombrío.
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Y nuestro cuerpo comienza a sudar. Pero no entendemos por qué está allí si el día es bonito y la banca está debajo del árbol que da alguna sombra, y hay un patito amarillo nadando sobre las aguas claras. La presencia del miedo en ese momento está fuera de lugar; como si el autor se hubiera equivocado de línea y escrito las palabras indebidas en el renglón anterior; dejando todo el texto incoherente. Y entonces seguimos sudando. Procuramos parpadear despacio. Cerramos los párpados mientras el día sigue bonito y el patito hace ¡cuack cuack! En el agua, y procuramos tranquilizarnos mientras el proceso ínfimo sigue halando sus cuerdas. Es ridículo pero aún tenemos la esperanza de que desaparezca, de que cuando abramos los ojos el día siga siendo un día como cualquier día bonito, y que la sombra no sea más que sombra, y que el patito permanezca amarillo; y que nada haya cambiado demasiado poco como para hacerse irreconocible. Esperamos una infinidad y un minuto hasta que el proceso se haya terminado, pero nos equivocamos por poco; nos retrasamos la mitad de medio segundo.

Es entonces cuando abrimos los ojos y nos encontramos con que el mecanismo de muerte ha terminado y nosotros seguimos plenos, allí, en ese momento, y abrimos los ojos y de pronto todas las cosas ya no son lo que eran sino que están muertas y resucitadas a un mismo tiempo. La pena nos invade el cuerpo y los procesos del mecanismo se intensifican, y el mecanismo comienza a maquinar en nuestra mitad interna del interior de la media cabeza, y nos hace concebirnos como si estuviéramos muertos, pero no lo estamos, o al menos no del todo. Y luego está el miedo. Y el miedo al miedo, y el miedo al miedo al miedo, y la vida. Y luego nada.

Entonces volvemos a parpadear. Nuestros pasos siguen al frente. Tomamos consciencia de la muerte un solo segundo. Y luego no hubo más. Volvimos a pie hasta nuestra plácida seguridad desolada, mientras nuestros pies nos arrastraban de vuelta a una realidad recién deshecha.
(Continua página 2 – link más abajo)

1 COMENTARIO

  1. Què maravilloso es leer a Nicolàs Tascòn, porque en cada uno de èstos textos se percibe una increìble irreverencia pero con una profunda honestidad, hacièndolos ùnicos y tan suyos! Felicitaciones.

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