Escritor del Mes Cronopio

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Transferencia

TRANSFERENCIA

Por Tony Báez Milán*

Le echó la bendición a los nenes en sus respectivos cuartos y se fue trotando al suyo, donde ya estaba desde hacía rato ella. No la miró al entrar, para no telegrafiarle lo que tenía en mente, y muy silencioso le puso el seguro a la puerta. Con el rabo del ojo la vio entretenida, el televisor irradiando algún programita inofensivo de mejoras al hogar, y él aprovechó para bajarse los pantalones; los arrastró por la alfombra enredados en un pie y por fin logró deshacerse de ellos al meterse en la cama, semidesnudo y listo para lo que fuera que ella le dejara hacer. Se arropó hasta el cuello y se volvió hacia ella para dejarle saber con su lasciva mirada las intenciones que tenía. Ella no lo miró, sino que se quedó pasmada viendo televisión. Él se bajó la frisa hasta la cadera. Carraspeó como un niño y ella le dio dos palmaditas en el muslo, cual a un niño, y le envió por el aire y sin mirarlo un beso cualquiera, más en dirección al televisor que hacia él. Él, que nunca aprendió a darse por vencido, bajó la frisa más abajo de la cadera, hasta que se asomó su hombría encendida. Ella lo miró brevemente con sus hermosos ojos marrones y claros, le guiñó uno de ellos, y le dijo, I love you, babe.

Él le dijo que la quería también, pues tenían una regla que dictaminaba que si uno decía que lo quería, el otro tenía que por fuerza reciprocar. Claramente, pensó él, la gringa de nuevo se salía con las suyas, mal rayo la partiera. Ella dentro de un momento le dio el puntillazo, por si a él le quedaban dudas de dónde estaba parado: sacó un libro de debajo de su almohada, lo abrió como si tal cosa, y se dedicó, con el televisor aún prendido, a leerlo, como si ni él ni su defraudado miembro, que se le desinfló en un santiamén muy triste, existieran.

Se volvió, de cara a la pared, y de nuevo se subió la frisa hasta el pescuezo. Miró un momento las revistas que tenía en la mesita de noche, pero ninguna le llamó la atención porque ninguna era pornográfica. Vio los números digitales del reloj, que eran sólo pasadas las diez, que qué se haría él en aquellas condiciones y a tan temprana hora. Sólo al ella decirle Remember that we’re going into my sister’s tomorrow morning, se acordó de que al otro día era el Día del Cabrón Pavo, que qué carajos le importaba eso ahora, que por lo menos no tenía que guiar porque iban con sus suegros. Miró el reloj, se dijo sin convicción alguna que mejor, que al cabo que ni quería, que mejor era cerrar los ojos y dormirse tempranito. Ella le tocó suavemente el hombro, que se le había descubierto, y aquella tierna y blanca mano tocándolo, con la bellaquera que tenía él, era como un latigazo. Su esposa le dio las buenas noches y le recordó que lo quería, él por obligación le devolvió las palabras sin abrir los ojos, a veinte años de arduo matrimonio, que qué linda era aunque fuera a veces así, que no podía evitar estar enamorado de ella, que no era la de la misma figura con la que se había casado pero que según se le desdibujaba la cintura le gustaba cada vez más aunque ella no se lo creyera. Comenzó a pensar en ella como lo hacía muchas veces como premio de consolación: se la imaginó que despreciaba el libro, que se le encaramaba encima, que le decía cosas al oído que las damas como ella nunca deberían decir, con su exquisita boca húmeda y flameante a la vez, que cuando ella se excitaba parecía que se le iba la sangre a los labios, y él se contentaba a manera que su fantasía tomaba rienda suelta, que qué cosas no se le ocurrieron, y que al quedarse finalmente dormido no se dio ni cuenta de que tenía la lengua por fuera y de que se babeaba como el enfermo sexual que a veces se preguntaba si de verdad era…

* * *

Lo despertó del sueño profundo y feliz un gemido. La cama se estremecía y entonces se aquietaba. Se quedó con los ojos abiertos un rato. A punto de cerrarlos para dormirse de nuevo, la oyó a ella que sollozaba. Él dio un suspiro largo y hondo y muy callado. Le daba pavor cuando ella se despertaba así por las noches.
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Aquella bella mujer a su lado estaba siempre al borde de la completa locura. Tuvo desde siempre unos rasgos misteriosos y violentos, de una violencia fugaz, pero últimamente la veía más errática. Hasta le había dicho a él que creía haber tenido poderes psíquicos, que había de alguna manera vuelto locos a dos amantes de su juventud.

Él vio que eran las dos y veintitrés, se acordó de que al menos era día de fiesta, y comenzó con el interrogatorio de rigor:

Are you okay, honey?
Del otro lado de la cama, otro sollozo.
What is it?

Ella sollozaba más fuertemente. Él esperaba que no se desconsolara como lo hacía a veces, cuando la vaina duraba hasta el amanecer. Se incorporó y vio que ella le daba la espalda. La tocó muy suavemente porque a veces se azoraba y entonces sí que se jodía la cosa. Ella no se inmutó, y él pensó que gracias a Dios se quedaba dormida, que mejor dejar las cosas así, pero escuchó otro sollozo y se le fueron las esperanzas de por el momento poder conciliar el sueño.

Honey, what is it? Please tell me.
Del lado de ella, el vacío del silencio. Él insistía hasta que ella se daba por vencida y confesaba lo de siempre:
It’s just one of my stupid scenarios.

Tenía que ser. Calamidades que se le ocurrían a ella. Nunca podía ser a una hora razonable para que él pudiera hacer aunque fuera una bolsita de popcorn en el microondas y sentarse cómodamente a escucharla, a asentir, a decirle que sí y que ajá, que qué bien, o, perdón, qué mal, qué horroroso, y entonces darle consejos y mimarla y asegurarle que aquellas cosas nunca pasaban, bueno, que sí pasaban pero que no les pasarían a ellos nunca jamás, que las cosas no le pasaban a la gente por sólo pensar en ellas. Las cosas no eran así, le decía él siempre que le venía ella con alguna de sus ocurrencias, siempre cosas espeluznantes, como la vez que le había dicho que se le había ocurrido que mientras él pintaba la casa, que sería al próximo día, daría un resbalón desde la escalera y se precipitaría al suelo y se rajaría la cabeza en una de las tantas piedrotas que había por allí. Él le había dicho que ni una sola palabra del asunto se iba a dar, pero con todo y eso al otro día se inventó la excusa de que le dolía un disco de la espalda y la casa se quedó sin pintar. Se fue corriendo al doctor, que era amigo de un amigo suyo, quien le recetó unas pastillas para el estrés, que se tomara dos y que ya vería como no le importaría nada de lo que le dijera ella, ni a qué hora del día o de la noche, y se quedaron hablando en el consultorio, de las finales de baloncesto, de aventuras sexuales de conocidos de conocidos, y de las mujeres locas que mantenían a los pobres hombres en vela. Unos días después, aún quejándose de un dolor de espalda bestial, llamó a unos pintores para que le pintaran la casa entera. También, y aunque los pintores insistieron que eso no era lo de ellos pero que el efectivo de él pudo más que sus reglamentos, hizo que sacaran cuanta piedra había en el patio, grande o pequeña. Dejaron atrás un césped con húmedos hoyos, y se montaron en su guagua contando el dinero extra y tildándolo de loco. En otra ocasión, ella le había dicho que se había imaginado que ellos dos iban de paseo, caminando por ahí un domingo cualquiera, y que había pasado un enorme camión de los que siempre pasaban por allí arreando carbón y manejados por choferes invisibles como almas que llevaban el diablo, y que los había embestido el camión y que los había arrollado a los dos porque al último momento uno tiró para un lado y el otro para el otro y el camión les había dado por el mismo medio. Ella le narró cómo en aquella pesadilla habían quedado esparcidos por allí en pedazos, pero que por lo menos sus manos nunca se separaron, que alguien las consiguió en un charco de sangre con los dedos aún entrelazados. Él se había quedado boquiabierto pero al fin consiguió la manera de asegurarle que las cosas no eran así. Ella insistía en que ella alguna vez había sido psíquica, que qué sabía él. Desde aquella vez él no salía a caminar por allí ni solo ni acompañado, y miraba de reojo a cuanto camión pasaba.

Esta vez, como siempre, ella lo miraba con los ojos aguados, angustiados, y se lo explicó todo como si fuera un cuento:

You know tomorrow we’re going to my sister’s with my parents… Siempre hablaban en inglés porque ella nunca aprendió su castellano. A esta hora a él se le hacía difícil concentrarse, pero le prestó especial atención para ver si le conseguía el mango, por dónde agarrarla.
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«…así que mañana por la mañana vendrán a recogernos», continuó ella, desaforada. «Mi padre estará al volante. Nos montaremos todos en la van y tú le ofrecerás manejar y él va a decir que no. Yo me iré con mi madre y los niños atrás y tú te irás con él al frente. Saldremos en reversa y entonces nos dirigiremos hacia el pare allí en la esquina. Luego veremos el semáforo, la luz ya estará verde, y seguiremos derecho por la carretera que da hacia el campo. Después del puentecito, sabes que hay un claro desde donde se ve el lago artificial y la gran casona blanca que parece un antiguo hotel de los Poconos. El lago tendrá una cubierta de hielo. La yerba por allí estará gris. Los árboles enclenques no se mecerán en la férrea brisa del invierno».

A él se le puso la carne de gallina porque odiaba el invierno y todo lo que venía con él, y porque ella hablaba en un tono hipnótico que nunca le había escuchado en la voz, y porque lo miraba muy fijamente a los ojos, sin parpadear. Ella continuaba, y a él le sorprendió lo verdaderamente morboso del asunto:

«Veremos el lago. En ese momento mi padre no se sentirá bien pero no se lo dirá a nadie. Pasaremos por el puente. Estaremos todos mirando la escena, la casona, el lago congelado. Nadie se dará cuenta de que mi padre se agarra el corazón. En un instante perderá el control del vehículo. Nos precipitaremos por la cuesta que da directamente hasta el lago, romperemos la cubierta de hielo, y nos hundiremos, sin gritar siquiera, prisioneros, hasta el fondo. Nos conseguirán dieciséis días después, porque al hundirnos caerá una nevada que borrará todo rastro del accidente».

Él tenía el corazón en la boca. Lo único que se le ocurrió fue que en seguida se divorciaba de ella, que tenía un amigo que tenía un amigo que era abogado. A ella se le derramaban unas lágrimas gruesas por las sonrojadas mejillas, bendito qué pena le daba, y a él se le olvidó lo del divorcio aunque continuó por largo rato con el corazón atragantado. Ella, desahogada, muy livianamente se volvió e, inusualmente, se quedó profundamente dormida. Él, entre horripilantes pensamientos y muy después entre fantasías de viejo verde aunque no fuera viejo pero sí verde, no pudo conciliar el sueño hasta bien de madrugada.

* * *

Sorprendido de estar de buen humor a pesar del día frío e incoloro, porque al fin sus fantasías sexuales pudieron más que los horrores de ella, esperando tranquilamente a que llegaran sus suegros a recogerlos, se sentó en una butaca de la sala. Ella se sentó a su lado y lo tomó de la mano, le sonrió como si nada. Al llegar los suegros, llamaron a los niños, que se peleaban, pero que ya estaban listos.
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Se montaron todos en la van. Ella le preguntó a su padre que si se sentía bien y él le dijo que sí, que por qué, y se fueron. Dentro de un momento llegaron al pare, y poco después pasaron por el semáforo. Ella le apretó la mano y él recordó que en la supuesta premonición él iba sentado al frente, con su suegro, y no allí con ella. Se fueron por la carretera que daba al campo y tiempo después vieron la casona y el lago, que en el agua se hacían formas infinitas con la brisa suave, que parpadeaban estrellitas en la superficie. Antes de continuar por aquel rumbo, el chofer tomó un viraje y se fue por una carretera que los alejaba cada vez más de allí.

Todo el resto del día lo pasaron muy bien. El sexo aquella noche sería verdaderamente inolvidable. Lo haría olvidarse de todo lo demás.

* * *

Exactamente un año después, Día de Acción de Gracias, se levantaron para encontrarse con un día pardo y desaliñado. Mientras ella terminaba de arreglarse, los niños miraban por la ventana. A los árboles no les quedaba hoja alguna. El viento hacía un ruido gutural, como de voz de gente, como de Día de las Brujas. Habían dicho que nevaría pero aún no había caído ni una sola hojuela de nieve. El cielo estaba sellado, una pared que no dejaba ver las nubes al otro lado. Por la calle no pasaba nadie, ni perros ni gatos.

Llegaron los suegros. Dándose cuenta de lo lento que caminaba hacia el vehículo, a él se le metió un frío por dentro que le penetró muy hondo. Mientras abordaban, su suegra insistió en que él se montara al frente con su esposo. Él decía que no, que se fuera ella, pero como ella ya se acomodaba en uno de los asientos de atrás, él, con el frío que se le metía entre las costillas, que se le posaba en el estómago, no tuvo más remedio que sentarse al frente con su suegro.

Salieron en reversa. Se dirigieron hacia el cercano pare. Más allá, el semáforo estaba verde. En seguida se vieron en la carretera que daba al campo.

El frío no le dejaba quietos ni los huesos ni la carne. Trataba de acordarse de un sueño recurrente pero no podía, aunque tenía la certeza de que le había perturbado el dormir durante todo un año.
Miraba por la ventana hacia los montes lejanos. Se interponían los árboles parados a la orilla del asfalto, desfigurados por el inclemente y avaro frío, que lo quería todo, que quería que todo fuera parte suya. Los grises árboles. La gris yerba. Las grises nubes que habrían de estar tras la gris pared del cielo. Oía muy lejano el cacarear de las mujeres y el trinar de sus niños, y la voz tenor del suegro junto a él aunque le pareciera que estaba a muchos pies de distancia. Según continuaban, desde adentro de un cocuyo de creciente pánico, a pesar de todo aquel frío, comenzó a sudar a cántaros, un sudor grueso y caldeado. Creyó desfallecer, preguntándose qué le pasaría, por qué se sentía así de azorado con aquel pavor inexplicable, igual al que le daba al despertar de aquella pesadilla recurrente de la que no podía acordarse. Sentía los huesos tiesos, la piel quemándosele. Se miró las manos, que le temblaban sin tregua. Por la ventana, tratando de no desmayarse, veía al mundo pasando en un incomprensible borrón gris.

Entonces vio las cosas claras. Se abría una parte del campo para dejar ver en la lejanía la gran casona blanca cual campiña, el lago, que aún desde aquella distancia se veía que estaba cubierto por una capa de hielo… bajo la cual se mecía, plácida y mortífera, el agua glacial.

Escuchó el viento que se comunicaba con el frío, que eran compinches. Miró hacia el cielo y vio como se rajaba la pared para dejar escurrir a unas monstruosas nubes, rebosantes de agua helada. Se le ocurrió mirar a su suegro y vio que mientras movía la boca, que él no le escuchaba salir nada por ella, alzó una mano y se rascó el pecho.

A él se le abrieron bien los ojos con el entendimiento de las cosas que pasarían en breve. Miró hacia su esposa, de semblante muy fresco. Hacía un año que no lo despertaba en mitad de la noche con ninguna de sus premoniciones. Ella le guiñó un ojo y le sopló un beso. Sus niños jugaban al primero que se riera. Su suegra se miraba las uñas.
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Él vio el puente. Lo cruzaron. Más allá, la cuesta que diera justamente hacia el lago. No había ninguna valla ni nada que los separara del agua. Lo abandonaba el aire al mirar a su suegro que se rascaba el corazón aunque hablara sonriente, aunque siguiera hablándole palabras que él no escuchaba porque un frío líquido se le metía ahora por los oídos. Comenzó a mover la boca para preguntarle cómo se sentía, que detuviera el vehículo. Las palabras no le salían, sino que se le subía todo desde el estómago y sintió que en otro momento se vertería el vómito, un vómito escarchado. Se tapó la boca y se le abrieron inmensamente los ojos al ver lo cerca que estaban de la orilla de la carretera…

Al fin le salió un grito como de animal acorralado, un alarido atrofiante. Su suegro arremetió el pie contra el freno. La van quedó atravesada en medio de la angosta carretera, apuntando directamente hacia el lago. Lo miraban todos azorados, incrédulos, paralizados, mientras que él logró conseguir la manivela y abrir la puerta para derramarse afuera, vomitando a cántaros por boca y nariz. Salieron a socorrerlo y él entre cañonazos de vómito les rogaba que se alejaran de la orilla de la carretera, que se fueran al otro lado. Miraba a su esposa y ella lo miraba a él con el único par de ojos que comprendían la descabellada realidad de lo que sucedía. Él se volvió para no verla más.

Insistió en no montarse en el vehículo, en caminar por la otra orilla de la carretera, que por favor bendito por favor se fueran todos caminando un ratito, que se fueran por aquella orilla con él, que por favor ay Virgen le hicieran caso.

Tiempo después, desfallecido, lograron montarlo. Se fueron lentos y callados por la carretera, y él no dejaba de mirar, catatónico, por la ventana.

Hasta el día de hoy va al psiquiatra dos veces por semana.
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* Tony Báez Milán. Puerto Rico, 1970. Director de cine, guionista y escritor. Ha publicado internacionalmente numerosos cuentos en español y en inglés, en revistas como: The Critical Point, Yagrumal, Papyrus, Textshop, REAL, Clarín, Lynx Eye, Ariadna, Resonancias, Axxón, y PROXIMA. Autor de los libros: «Cuentos De Un Continente Invisible» (disponible en inglés, Tales from an Invisible Continent), «Embrujo», «Noël y los tres santos Reyes Magos» y «Dead, and must travel».
Ha escrito y dirigido el largometraje «Ray Bradbury’s Chrysalis», basado en un cuento del legendario autor norteamericano Allan Poe. Otra filmografía como realizador: «A Piece of Wood» y «Myth Prologue». Su más reciente libro, la novela de suspenso «El bueno y el malo». En la actualidad reside en Greensburg, Pensilvania. Web: www.tonybaezmilan.com

El presente relato hace parte de su libro «Cuentos medio macabros», publicado por la Editorial Amarante (editorialamarante.es).

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