Invitado Cronopio

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Cogió con ambas manos la copa ancha que aguardaba en el suelo frente a él. Contenía un mosto claro a través del cual podía ver la figura tallada en su interior: el pentáculo. La estrella de cinco puntas inscrita en un pentágono. Otro de los símbolos sagrados de su orden que ocultaba grandes secretos de la naturaleza. En este caso, como era frecuente entre los pitagóricos, se había añadido una letra de la palabra salud en cada una de las puntas.

Miró hacia delante. Las sombras de sus discípulos ondulaban en la pared al ritmo del fuego sagrado. Las musas resplandecían tras ellos con el tono anaranjado que les prestaban las llamas.

—Alcemos las copas por Hestia, diosa del hogar, por las musas que nos inspiran y por la tetraktys que tanto nos revela.

Los seis discípulos tomaron sus copas y las elevaron con reverencia frente a sus ojos. Las mantuvieron en alto unos segundos y después bebieron todos a la vez.

Pitágoras depositó su copa de arcilla roja en el suelo y se pasó una mano por la barba. A su derecha alguien dejó la copa con brusquedad. El maestro giró la cabeza siguiendo el sonido.

Cleoménides lo estaba mirando intensamente, abriendo tanto los ojos que parecía que se le iban a salir.
«¡¿Qué…?!»

Antes de que Pitágoras completara el pensamiento, su discípulo preferido se inclinó hacia él tratando de agarrarlo del brazo. La mano rígida se detuvo a medio camino. Intentó hablar, pero sólo pudo emitir un gorgoteo que le llenó la boca de espuma. Su cuello, rojo e hinchado, estaba surcado de venas grotescamente abultadas.
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En medio del sagrado Templo de las Musas, Cleoménides se desplomó sin vida.

CAPÍTULO 1
16 de abril de 510 a. C.

Akenón, sin desviar la mirada de la pequeña copa de cerámica que contenía su vino, observó con el rabillo del ojo al posadero. Éste se acercó a su mesa hasta quedar a un par de pasos, titubeó y volvió a alejarse. No le gustaba que un cliente estuviera tanto tiempo sin ni siquiera beberse la primera copa, pero no se atrevía a molestar a un extranjero, seguramente egipcio, que además de sacarle una cabeza iba armado con una espada curva y un puñal que no se molestaba en ocultar.

Akenón volvió a ensimismarse, ajeno al ambiente lúgubre de aquella posada. Llevaba allí dos horas y todavía permanecería varias más, pero a partir de que se pusiera el sol estaría en compañía de alguien que jamás habría entrado en ese antro por voluntad propia.

Acarició distraídamente la superficie de la copa y después dio un pequeño sorbo. El vino era sorprendentemente digno. Sin levantar la cabeza, recorrió la sala con la mirada.
«Esta noche acabará todo.»

La mayoría de las leyendas se van exagerando hasta alejarse completamente de la realidad. «Pero en el caso de los sibaritas casi todo es cierto», pensó Akenón.

Síbaris era una de las ciudades más populosas que había conocido en su ajetreada vida. Decían que contaba con trescientas mil almas, y tal vez fuese verdad. El resto de los mitos, no obstante, sólo eran ciertos en la parte de la ciudad más cercana al importante puerto. Allí residía la mayoría de los aristócratas, dueños de casi toda la fértil llanura en la que se asentaba la ciudad, y poseedores de una flota comercial que sólo palidecía ante la de los fenicios.

Los aristócratas sibaritas eran tal como se decía: vivían para el placer, el lujo y el refinamiento. Buscaban la comodidad hasta el punto de no permitir que en su parte de la ciudad se instalaran herreros o caldereros ni se acuñara moneda. Aunque huían del trabajo como de la peste, no descuidaban el control sobre el poder, que ejercían directamente, ni sobre el comercio, que manejaban a través de empleados de confianza. Llevaban dos siglos acumulando riqueza, de lo cual Akenón estaba encantado, pues gracias a ello le habían encargado la investigación mejor pagada de su vida.
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Hacía un rato que había oscurecido cuando una silueta se recortó en la entrada de la posada. Localizó a Akenón, hizo un gesto sobrio de reconocimiento y volvió a salir. Un minuto después entraron varios sirvientes seguidos por un personaje encapuchado. De poco le servía ocultarse tras una capucha cuando estaba envuelto en lujosas telas de raso y terciopelo, y cuando su cuerpo era el doble de voluminoso de lo normal.

Un esclavo se apresuró a desplegar un amplio taburete con asiento de tiras de cuero entrelazadas. Colocó encima un grueso cojín de plumas y el encapuchado se sentó frente a Akenón haciendo un gesto de incomodidad. Los sirvientes lo rodearon, unos pendientes de sus deseos, otros ejerciendo de guardaespaldas. El posadero hizo amago de acercarse e inmediatamente se lo impidieron.

Akenón levantó la copa hacia el recién llegado.

—Te recomiendo el vino, Glauco. Es bastante bueno.

Glauco hizo un gesto de desprecio a la vez que se bajaba la capucha. Él sólo bebía el mejor vino de Sidón.

Akenón observó con inquietud a su compañero de mesa. Se retorcía las manos, rechonchas y húmedas. La papada ocupaba el lugar donde debía haber estado el cuello y por sus mofletes carnosos caían gotas de sudor. Los ojos, engañosamente tiernos, se movían con rapidez como si fuera incapaz de fijar la mirada.

«Me temo que esta noche voy a descubrir un Glauco nuevo.»

Un viejo y desagradable recuerdo, de cuando vivía en su Egipto natal, asaltó a Akenón. Hacía unos veinticinco años había resuelto brillantemente una investigación policial. Gracias a ello lo contrató el propio faraón Amosis II. En teoría para formar parte de su guardia privada, pero la realidad era que debía investigar a miembros de la corte y nobles con excesivas ambiciones. Akenón destapó pocos meses más tarde una conspiración organizada por un primo del faraón. Amosis II lo felicitó efusivamente y el joven Akenón se hinchó de orgullo. Al día siguiente asistió al interrogatorio del pariente conspirador. Tras las preguntas y amenazas de rigor comenzaron los golpes. Después aparecieron enfermizos artilugios metálicos y aquello degeneró en una sádica tortura. Akenón se puso tan enfermo que dejó que fueran otros los que preguntaran. Media hora más tarde ni siquiera se hacían preguntas. No abandonó la sala porque habría sido un signo de debilidad inaceptable, pero dejó la vista perdida a unos metros del interrogado, procurando evitar que las imágenes de la carnicería se grabaran en su cerebro. Sin embargo, no pudo hacer nada para mantener fuera los gritos. Ahora, cada vez que despertaba empapado en sudor, el eco de aquellos espantosos alaridos permanecía largo rato retumbando en su cabeza.

No volvió a asistir a un interrogatorio, ni se lo pidieron, pero pasar de nuevo por algo similar era uno de sus temores más profundos.
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Glauco lo sacó de aquellos recuerdos.

—¿Cuánto tiempo hay que esperar? —El semblante del sibarita reflejaba una desesperación febril.

Aunque ya se lo había explicado detalladamente, Akenón respondió con paciencia.

—Tarda entre cuatro y seis horas en descomponerse con el calor de la piel. Como hace bastante frío, quizás requiera un par de horas más.

Glauco gimió y enterró la cara en las manos. Aún tenía que esperar horas, y cada minuto le resultaba un tormento insufrible.

CAPÍTULO 2
16 de abril de 510 a. C.

A un par de horas de distancia de Síbaris, Ariadna cenaba en silencio con sus dos acompañantes. Estaban en una pequeña posada, sentados en una esquina del comedor. Siempre procuraba situarse de modo que no quedara nadie a su espalda.

Al entrar había echado un vistazo rápido. Todos los presentes parecían inofensivos, excepto los dos hombres que ahora estaban situados delante de ella, a seis o siete metros. Sus voces ruidosas y ebrias destacaban sobre las conversaciones del comedor. De vez en cuando lanzaban miradas alrededor de modo desafiante, y bajo sus ropas se adivinaban sendos puñales. Ariadna comía sosegadamente, sin mirarlos, pero permanecía atenta a su comportamiento.

También ellos se habían fijado en Ariadna. Especialmente el más pequeño de los dos, Periandro, que no podía evitar que sus ojos se dirigieran una y otra vez a la joven que cenaba enfrente de él. Su pelo claro le llamaba la atención y notaba que bajo su túnica blanca se ocultaban unos pechos grandes y firmes. Bebió otro trago de vino. Estaba celebrando con su compañero una buena operación. Regresaban de trasladar una mercancía robada, que era a lo que se dedicaban habitualmente. Por este asunto habían cobrado lo suficiente para dedicarse sólo a gastar dinero durante un par de semanas. O quizás una, todo dependía de cuánto derrocharan. El día antes, por ejemplo, habían desembolsado una buena cantidad en un prostíbulo de Síbaris. Periandro se relamió al recordar a la esclava egipcia que había poseído violentamente a cuatro patas. Le encantaría hacer lo mismo con la mujer del pelo claro.

Ariadna, sin apartar la vista de su comida, percibió que uno de los hombres dirigía hacia ella su repulsiva lujuria. Se estremeció de asco y apretó las mandíbulas. Entonces cerró los ojos y un instante después estaba completamente relajada. Aunque sus silenciosos acompañantes eran hombres de paz, ellos no eran lo único que la protegía.

Periandro se inclinó hacia su compañero sin dejar de mirar a Ariadna.

—Antíoco, mira a esa mujer —la señaló con la cabeza—. Me está volviendo loco. Parece la mismísima Afrodita.

—Es una grata visión —convino Antíoco en voz baja.

—Fíjate en los inútiles que la acompañan. —Los miró con un desprecio agresivo—. Podemos dejarlos fuera de combate con una mano atada a la espalda. Si organizamos bien la emboscada ni siquiera les daría tiempo para gritar. ¿Qué te parece? —Vio que Ariadna se chupaba los dedos con sus labios carnosos y sintió que su deseo se multiplicaba—. Dime que sí, porque voy a forzar a esa hembra aunque tenga que arreglármelas solo.

Antíoco se sobresaltó y agarró a Periandro de la túnica.

—¡Calla, loco! —musitó—. ¿Es que no sabes quién es?

Periandro miró sorprendido a su fornido compañero. Antíoco se arrimó aún más y cuchicheó en su oído la identidad de la voluptuosa joven.

El rostro de Periandro palideció bruscamente. Miró a Ariadna de refilón, agachó la cabeza y apoyó la frente en una mano ocultando su cara.
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—Vámonos —susurró.

Antes de que Antíoco respondiera, se levantó procurando no hacer ruido y salió del comedor a toda prisa.

Ariadna continuó cenando sin molestarse en levantar la vista.
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* Marcos Chicot  nació en Madrid, España, en 1971. Es licenciado en Psicología Clínica, así como en Económicas y en Psicología Laboral. Escribió su primera novela -Óscar- en 1997. En 1998 escribió Diario de Gordon, con la que ganaría el Premio de Novela Francisco Umbral. Dos años más tarde escribió una novela juvenil que fue reconocida con el Premio Internacional Literario Rotary Club. Ha quedado finalista en premios de relato y de novela como el Max Aub, el Ciudad de Badajoz, el Juan Pablo Forner y el Premio Planeta.
Sus últimas novelas son thrillers históricos en los que entremezcla la ficción con personajes y hechos reales.
Destina el 10% de lo que obtiene con sus libros a ONGs para personas con discapacidad intelectual (y está profundamente agradecido a todos sus lectores por hacerlo posible).

El presente texto hace parte de su novela El Asesinato de Pitágoras, publicada por la editorial Duomo en 2013.

1 COMENTARIO

  1. Estimado Marcos: Te felicito por tu creatividad e imaginación y te deseo éxitos. Cordialmente, Chente.

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