Invitado Cronopio

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Guitarras en la noche

GUITARRAS EN LA NOCHE

Por: J.J.Junieles*

Los trajes oscuros les quedaban pequeños, y con esos corbatines en el cuello los dos parecían muñecos escapados de algún pastel de matrimonio. De pie en esa esquina, con las guitarras colgadas del cuerpo, también daban esa impresión de abandono que dan los perros de la calle, tan flacos y solos que despiertan compasión, tan ajenos, tan impredecibles, que era mejor mirar hacia otro lado.

El viejo, atento a cualquier auto que pasara, el muchacho con ganas de irse detrás de las estudiantes que poblaban la calle; distraído en lanzarles piropos y cantarles pedazos de canciones. Cuando el muchacho las tocaba con la punta de la guitarra, las chicas se volvían para putearle la madre; otras devolvían una sonrisa en medio de las quejas.

¡ Ya está bien, Oscar, amarre el perro, hombre ! —dijo el viejo—: Tendremos que bajar a la Caracas. Así como vamos, yo sólo pesco una gripa, y tú la trompada de un marido celoso.

Los dos iniciaron el descenso, mirando a lo lejos por encima de un oscuro mar de tejados en la luz del atardecer. El viejo volvió a su cara impenetrable. El joven no podía disimular la risa: —Te lo dije turco, hoy es viernes, mejor bajamos a la Playa y pescamos en río revuelto.

El día terminaba de morirse, y la gente, como en un concurrido funeral, se agolpaba en los semáforos de las esquinas, tomando autobuses y taxis rumbo a casa. A las siete de la noche se sentía el ascenso de otra marea que hacía su aparición en las tiendas, los bares y casinos.

Por qué andaban juntos. Era un misterio para ellos mismos. El viejo era seco, casi amargo, y el muchacho un completo loco, que andaba por el mundo haciendo bromas y comprando pleitos. El viejo llevaba muchos años en la ciudad, pero sabía que nunca podría sentirse parte de ella, aceptar su tamaño y su turbulencia como algo natural e inevitable. Amaba recordar el campo, la tierra, el polvo, las cosas que allí crecen. Todo eso tuvo que dejarlo cuando la guerra tocó a su puerta, pero esa era otra historia, y hay cosas que es mejor intentar olvidar, si se quiere seguir adelante.
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Se habían conocido en la obra. Durante el día los dos trabajaban, desde temprano, entre cemento, clavos y arena, construyendo un edificio en Chicó Navarra, junto a otros cincuenta hombres. Llegada la noche se vestían de traje y corbata, para ganarse algunos billetes, poniendo serenatas y amenizando reuniones en bares y fondas.

—Turco, estamos jodidos, entre tanto traje bonito de charro mexicano, nosotros parecemos meseros de matrimonio pobre. Míralos, parecen arbolitos de navidad; los muy pendejos.

Los músicos estaban por todas partes. En pequeños grupos fumaban, comentaban noticias, afinaban cuerdas, y le sacaban brillo a trompetas y clarinetes. Avenida Caracas, sector La Playa; el lugar ideal para  contratar músicos en vivo: música de acordeón para costeños nostálgicos, saxofonistas de cóctel, tambores chocoanos para fiestas de oficina, arpas del llano para gritar corridos, pero sobre todo mariachis ambulantes. Todos esperando durante la noche, y hasta la madrugada.

—La calidad se impone, muchacho, además es viernes, deja que la gente escuche el repertorio y verás.

Oscar era impulsivo y un poco corto de entendimiento, pero al viejo no le importaba eso, siempre había preferido la confianza y la lealtad, frente a la inteligencia, porque esta última casi siempre iba de la mano con la ambición desmedida. Las monjas no nacen con el hábito, ni los curas con la sotana, el muchacho todavía tenía tiempo de corregir su camino.

La caravana apretada de autos circulaba por la avenida. A lo largo del andén se veían pequeños grupos  de músicos. La mayoría, mariachis bañados en perfumes, botones y lentejuelas;  jugando con las guitarras, trompetas, violines, haciendo bromas y planeando la noche, mientras aguardaban el llamado de cualquier cliente.

El país se derrumba y nosotros de rumba; decía el graffiti en una pared al otro lado de la avenida. Al viejo le causó gracia el mensaje, pero se rió con incredulidad, porque el país venía cayéndose desde que él recordaba, desde antes de la muerte de Gaitán, cuando casi se acaba el mundo. Un país tan vivo que sobrevivía a todas sus muertes diarias. Pero para entender eso no había que ir hacia atrás, sino hacia dentro.

Varios mariachis con bigotes poblados y sombreros colgados en la espalda, fumaban y se pasaban una botella entre sí.  Vieron llegar al viejo y al muchacho. Alguien dijo una ocurrencia que todos festejaron con burla. Un calvo con barba de candado se desprendió del grupo y se acercó.

—Oigan niñas, ustedes qué hacen por acá, si esto es para estrellas, no para estrellados. Y usted, papito, ojo con la momia con la que anda, de alguna fiesta sale para la funeraria  —Una plasta de mierda tenía más pinta de director de marichi que  ese calvo, se cree el gallo del corral, el muy hijueputa —dijo en voz baja el muchacho.
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Una camioneta pitó, justo cuando el muchacho se acercaba al calvo. El viejo cerró el pasó entre los dos. El calvo le lanzó una mirada ambigua al muchacho, mientras cambiaba de dirección y se dirigía al vehículo. La ventanilla se abrió, alguien de adentro saludó al calvo, cruzaron palabras y la camioneta arrancó.

El calvo pasó al lado de Oscar: Administré bien esa carita, papito, que lo puede llevar lejos, oyó —Hubo otro pulso de miradas, pero esta vez el muchacho quedó más sorprendido qué rabioso.

Un vehículo enorme, de un negro rabiosamente brillante, se detuvo frente al Turco y Oscar. Un muchacho, desde dentro hizo señas. Los dos se acercaron a la ventanilla.

—Se saben una canción que se llama Perfidia ?
—El viejo tomó la guitarra, y empezó a cantar:

Mujer,
si puedes tu con Dios hablar,
pregúntale si yo alguna vez
te he dejado de adorar….

—Esa es, pasaron el examen. Hoy es su noche de suerte. Súbanse, pues…
—Los dos subieron, y el muchacho movió la máquina.

A los dos les pareció que el auto era más grande por dentro que por fuera. En la parte de atrás cabía medio equipo de fútbol, pero ahora sólo estaban los dos con sus guitarras, y tres muchachas con vestidos negros de pies a cabeza, y vasos con whisky en las manos.

No le tengan miedo a mis niñas, pican, pero no matan —parecen viudas negras, pero debajo siempre llevan vestidos de baño rojo —dijo desde adelante el muchacho.

—Y esto es lo mejorcito que pudiste conseguir ? —dijo una de las muchachas mirando al Turco y a Oscar, que parecían estar en un concurso donde perdía el primero que soltara la respiración —le divirtió verlos tan apretados en sus trajes negros. No hizo el menor esfuerzo en contenerse y empezó a reírse de ellos, mostrando un arete en la lengua.
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—A mi vieja le va a encantar el detalle. Apenas lo vi a usted sabía que era el hombre para el trabajo. Esa canción se la cantaba mi viejo a mi vieja, en todos los cumpleaños —Que no se diga que no soy un detallista.

Lo que usted mande patrón —dijo Oscar, saliendo por fin del sobresalto. Miraba una de las muchachas, de ojos grandes, negros, y nariz pronunciada.

Dáles unos tragos a estos valientes, para que se quiten el frío, calienten la voz, y preparen el concierto. Una pelirroja sacó dos vasos de un compartimiento, los llenó de hielo y whisky sello azul. Ambos los recibieron.

Las tres mujeres brindaron con Oscar y el muchacho, el viejo se mojó los labios, puso el vaso en una mesita frente a él. Empezó a probar las cuerdas, y dijo: —patrón, donde es la función, si es muy lejos tendremos que tomar taxi de regreso, y eso aumenta la tarifa.

—Por eso no se preocupe, jefe, que plata es lo que sobra. Usted cree que esas tres estarían conmigo sino la tuviera. Ellas dicen que me quieren, que no pueden vivir sin mí, pero se portan mal cuando las dejo solas, sobre todo esa diabla que tiene bolitas en la lengua.

—Cállate Mauricio, eres un perro mujeriego, y tu suerte con nosotras la tienes merecida. Por ahora ven para acá; déjame darte un beso en ese hocico.

Mauricio se volvió. Mientras se besaban el vehículo parecía manejarse solo. Al ver la situación, por puro instinto el viejo miró hacia delante, para ver contra qué se estrellarían. Los amantes terminaron justo a tiempo para frenar, y no golpear un auto por adelante.

Atravesaron la ciudad, sus luces incesantes y afiladas en medio de las sombras. Durante el viaje las muchachas echaban chistes y hacían bromas, Mauricio y Oscar reían. El Turco miraba al tal Mauricio. Dicen que cada mendigo tiene un palo para ahuyentar los perros, pero el Turco no sabía que palo usar con este perro, le parecía muy extraño ese muchacho; algo en él lo inquietaba, pero no sabía lo que era.

En las afueras entraron a un lugar cercado por muros y alambres brillantes que decían Peligro. Después de un camino hecho con pinos sembrados en ambos lados, llegaron a una casa enorme. Se bajaron. Oscar y el viejo siguieron a Mauricio y las mujeres, hasta una sala  donde había un ataúd en el centro, con cuatro altos velones encendidos, y mucha gente vestida de negro sentada alrededor.

—Buenas noches a todos, y gracias por estar acompañándonos en estos momentos. Y a ti, querida mamá, quiero que recibas este regalo con todo mi amor —dijo Mauricio, y señaló a los dos guitarristas.
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El turco y Oscar se miraron. El primero en reaccionar fue el viejo quien empezó a tocar su guitarra, y a cantar Perfidia. La segunda voz llegó enseguida.

Mujer,
si puedes tu con Dios hablar,
pregúntale si yo alguna vez
te he dejado de adorar.

Y al mar,
espejo de mi corazón,
las veces que me ha visto llorar
la perfidia de tu amor.

Te he buscado donde quiera que yo voy,
y no te puedo hallar,
para qué quiero tus besos
si tus labios no me quieren ya besar.

Y tú,
quién sabe por dónde andarás,
quién sabe qué aventura tendrás
qué lejos estás de mí.

La madre arreció con su llanto. Algunas mujeres se le acercaron, la abrazaron, y juntas hicieron un coro apagado que acompañó la canción. Luego ella se abrió paso, se lanzó sobre el ataúd, y empezó a cantar sobre él. Cuando terminó la canción, que el Turco extendió repitiendo el coro más de lo debido; madre e hijo se abrazaron y empezaron a llorar en comunidad. Oscar aprovechó el estruendo del aplauso para bajar la cabeza y disimular su risa de burla.

¡ Qué bello ha sido todo, maestro ! —después del clímax de abrazos, sonrisas, comentarios, y llanto entremezclados, la viuda se había acercado al viejo —: Me ha dicho Mauricio que era usted amigo de mi marido, que Gervasio lo buscaba para sus reuniones y celebraciones con los amigos. Qué gesto tan hermoso ha tenido al venir, y acompañarnos en esta hora tan oscura que hoy nos toca. ¡ Hay golpes en la vida, tan duros, yo no sé…!.

Muchos cuerpos cercaron a Mauricio. Las tías le tomaban la cabeza y lo besaban, los tíos y los primos lo agarraron de los brazos, de los hombros, y se lo llevaron a una esquina donde un mesero servía tragos de whisky, detrás del mesero había un acuario repleto de peces exóticos que nadaban frenéticamente de un lado a otro,  asustados por el bullicio, indefensos ante la locura que los rodeaba.
(Continua página 2 – link más abajo)

3 COMENTARIOS

  1. JJJ, no es cuentista, ya lo ha demostrado con múltiples intentos muy fallidos, él es poeta, y no se da cuenta.

  2. Muy ameno para leer. Parece estar uno asistiendo a esta reunión donde celebran a un muerto. Me encantó cómo retrata la alegría y el jolgorio de la noche de los artistas en la playa de chapinero. Los personajes del cuento son de nuestra cultura colombiana y la manera como se comportan en medio de su dolor es tal como se ha vivido hace unos años en nuestro pais en donde prima la ambición por el dinero y la vida alegre. Los músicos se parecen a unos familiares mios que estoy segura, han estado inmersos en estas aventuras en medio de su trabajo profesional.

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