Invitado Cronopio

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GRACIELA

Por Aura López*

Quién creyera que apenas tengo 32 años. Me asomo al espejo y me veo vieja, y es porque me ha tocado trabajar mucho y sufrir mucho. Mire mis manos ásperas, me da hasta pena tocarla con ellas porque pienso que podría fastidiarle. Creo que no debo acariciar a nadie y mantengo ese miedo desde que le oí decir a  mi marido que no lo tocara, que lo lastimaba.

Cogí el azadón desde muy chiquita, y siempre me ha gustado cultivar la tierra. Me salí de segundo a ayudarle a mi papá. Nos íbamos madrugados y llevábamos el desayuno para tomarlo en el corte, y él me enseñó a romper y a sembrar y a cogerle gusto a la agricultura. Al principio me pesaban mucho la pica y el azadón, pero mi papá me decía que no hiciera fuerza, que me desgonzara, y yo no entendía bien lo que me quería decir.

Sin darme cuenta acabé desgonzando los brazos y el trabajo me rendía mucho más, y mi papá les decía a los muchachos que me aprendieran, que yo trabajaba más que ellos, y hasta me dio un pedacito de la sementera para mí sola, y lo primero que le saqué fueron cuatro cajas de tomate y fui con él al pueblo a venderlas.  Él me decía que también tenía que aprender a vender, porque qué me ganaba con saber cultivar si después iba a la plaza y me engañaban.

Estos días me he sentido cansada, es como un dolor en la espalda sobre todo por las noches. En el día no lo siento, pero por la tardecita se me clavaba aquí, como un chuzo entre las costillas. Pero mi Dios ha sido tan bueno conmigo que me dio alimento para  el niño, aunque no estoy comiendo muy bien porque los últimos meses no ha sido fácil conseguir la comida. Claro que tengo sembrado maíz, plátano, y algunas maticas de tomate, pero mientras cojo algo, apenas medio merco sacando de los diez mil pesos que  me quedaron de la plata del seguro que pagó la compañía.
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Hubo que darle diez mil pesos a ella, porque al fin y al cabo son dos hijos que también quedaron sin padre y están pasando trabajos. Y el entierro que costó veintidós mil pesos. Yo me asusto de pensar en tanta plata, y la misma doña Julia, mi vecina, me dice que no puede ser, que cómo va a costar tanto enterrar a un muerto y más si ese muerto era tan pobre. Pero mi cuñado fue el encargado de contratarlo y de pagarlo, y bueno como están las cosas, y siendo que vino tanta gente a la novena y hubo que atenderlos, pues piensa uno que sí se gastó todo eso.  Lo peor es que estos muchachos comen tanto, uno no los llena con nada y a toda hora es como si tuvieran hambre. Hasta acabando de comer ya quieren más. Menos mal que yo muelo en la casa, y no falta la aguapanela y ellos bogan todo el día y eso les da fuerza y les embolata el hambre.

Yo creo que lo peor ya pasó. Hasta pienso que estuvo bien que él se haya muerto. En verdad me dio muy mala vida, y por eso ahora siento como un descanso. Lo que más me gusta, y que Dios me perdone, es descansar de tener hijos, y también descansar de acostarme con él. Yo no sé si eso le pasará a todas las mujeres, pero es muy horrible tenerse que acostar con el hombre cada que él quiere, a la brava, o como sea, sin ni siquiera preguntar si a uno le provoca o no. Muchas veces él llegaba borracho y me echaba mano, y al momentico ya estaba dormido, atravesado en la cama, y yo sin siquiera poderme acostar porque usted sabe lo pesado que se vuelve el cuerpo de un borracho, ni modo de correrlo un poquito para yo medio acomodarme.
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Gracias  a Dios, a mí me quedó ese recuerdo, el único bueno que tengo de la vida con él, ese último domingo que pasamos juntos. Nunca había estado así, tan cariñoso, hasta me acompañó a lavar, primera vez que lo hacía desde que nos casamos. Yo los domingos me iba sola con toda la ropa, para aprovechar el día y para embolatarme un poquito, pues él no aparecía por la casa hasta por la noche, a veces hasta el lunes. Y qué tan raro, ese día no sólo me acompañó sino que me ayudó a enjabonar, y se sentó al lado mío, y me acarició el pelo, y de pronto se fue poniendo muy triste que me quería mucho y que sufría pensando qué  iba a ser de mí el día que él se muriera. Ahora veo que estaba presintiendo la muerte.

Me ha ocurrido una cosa muy rara en estos días. Solamente lo recuerdo así, como estaba ese domingo. Y cuando brego a recordar todo lo malo que pasé, ahí mismo se viene a la mente esa tarde, cuando estuvo tan querido y tan tierno conmigo, y el momento en que me dijo que él no quería a esa mujer, que lo que pasaba era que ella lo había enyerbado y que yo era en verdad la única que él había querido siempre.  Yo estaba en embarazo y algo me decía esa tarde que el no iba a conocer el niño. Pero no me quise poner triste, y no me pongo triste ahora, porque me quedó ese recuerdo para siempre, tanto que hasta me pregunto si es cierto todo lo que me ocurrió con él en tantos años de matrimonio.

Nos casamos antes del primer embalse. La finquita era una vega donde la comida sobraba. La cultivábamos entre los dos, y aunque no era de nosotros, no había un pedacito de tierra que no nos diera comida.  Llegábamos por la tardecita, cansados, y los sábados él salía al pueblo a mercar lo que hacía falta. Yo tenía mi jardín, y los domingos lo cuidaba, o remendaba la ropa, y si me quedaba lugar íbamos al pueblo o donde algún vecino.

Al poquito de venirnos, cuando nos parcelaron aquí donde estoy ahora, él se enredó con esa mujer.  La conoció en la plaza y  empezaron a verse en el hotel, porque ella era eso, mujer de hotel. Había dejado al marido y a las dos niñas que tuvieron, y vivía enredada con hombres y se emborrachaba con ellos en las cantinas del pueblo, y dizque los embobaba con solo sentarse un rato en la mesa. Todos soñaban con acostarse con ella tarde o temprano, pero pronto los dejaba, dicen que hizo sufrir a muchos que se enamoraron de ella.

El empezó a quedarse con ella, uno o dos días al principio, después semanas enteras.  Llegaba a la casa, furioso, y aunque me insultaba y trataba mal a los chiquitos, yo me quedaba callada porque me parecía que estaba sufriendo mucho y me daba lástima. Una vez llegó con el brazo cortado, a medio vendar, y yo me asusté pero ni fui capaz de preguntarle nada. Más tarde supe que había tenido una pelea con uno de los tipos de ella, y después entonces yo pasaba los días y las noches, pendiente de una mala noticia, esperando siempre lo peor. Por eso, cuando él me dijo que quería traérsela para la casa y que ella tenía que ser solamente de él, y de nadie más, le contesté que sí, que se la trajera si con eso había de estar más tranquilo.

Y se la trajo. Cuando llegó me dijo buenas tardes y se metió en la pieza a ordenar las cosas que había traído en una caja, la ropa, los zapatos, un cuadro de la Virgen del Carmen, un florero. Yo le llevé café y le dije que si no quería comer todavía.  Ella dijo no, todavía no, y se puso a guardar todo en un baúl.

No sabía cocinar, ni coser, ni nada de oficio de la casa. Solamente sabía cosas de esas, de mujeres, usted me entiende. Yo tenía que ir al corte con él desde por la mañana temprano, y dejar el almuerzo montado, y cuando volvía no había nada listo, me tocaba a mí alistar y servir. A ella le costaba trabajo hasta coger los platos del aparador, y aunque sí ayudaba a lavarlos después de comida, lo hacía muy despacio y les dejaba toda la grasa, y yo volvía a lavarlos sin que se diera cuenta. Le enseñé a cocinar y entonces ella empezó a hacerse cargo de la comida, y cuando él y yo llegábamos, tenía la casa medio arreglada. Después de comer se iban juntos para la pieza, pero yo no me ponía triste porque lo veía contento, me parecía que ya no sufría, y todos vivíamos más tranquilos.

Los dos bebían mucho y se iban juntos los sábados a mercar, pero volvían tarde, borrachos, y casi siempre sin haber comprado nada. Ella en sus borracheras decía que iba a regalarle las dos niñas al primero que pasara. Las había dejado con la mamá, y a veces las traía a la casa. Yo las quería mucho y me ponía muy triste cuando ella hablaba de eso, y le suplicaba que me las diera, que yo le regalaba en cambio la vaquita y el marranito que había conseguido juntando un peso aquí y otro allí. Pero ella no quiso dejarme las niñas, prefirió regalárselas a una señora de Rionegro y nunca volvió a saber nada de ellas. Él vendió los animales y se bebieron la plata y yo ni siquiera supe por cuánto los había vendido.
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Después fue cuando a él lo metieron a la cárcel.  Estuvo preso diez meses y ella se fue para donde la mamá el mismo día en que se lo llevaron. Yo iba los domingos a visitarlo. Trabajaba toda la semana con la ilusión de verlo, pero cuando llegaba ya ella estaba allá, sentada sobre las rodillas de él, abrazándolo y besándolo.

Yo me hacía a un ladito para que no me vieran, o me ponía a conversar con una señora  que también iba los domingos a visitar a su hijo. Se quedaban juntos hasta tarde y para mí sólo quedaba un cuarto de hora. Yo le llevaba almuerzo y cuando se lo entregaba, él me decía “no mija, ya almorcé, aquella me trajo de todo”.  Me volvía con el almuercito para el campo, muy triste, y doña Julia me decía que no fuera boba, que bregara a llegar primero que ella. Pero aunque bregara a llegar temprano, nunca pude, siempre tenía algún inconveniente. Yo se que ella me tenía amarrada, porque sabía muchas cosas y quién sabe qué hacía para que yo me sintiera como asfixiada, sin poder  dar un paso, como si los  pies me pesaran  mucho.

Después, cuando salió de la cárcel, pasaba días y noches con ella, y aparecía de vez en cuando, preocupado, como triste. Yo seguía trabajando la tierra y me tocaba ir los sábados a la plaza a mercar. Él le fue cogiendo pereza al trabajo y ya ni siquiera sabía lo que yo tenía sembrado. Por eso se consiguió ese trabajo en el puente y con lo que le pagaban los ingenieros podía sostenerla a ella y darme a mí cualquier cosa de vez en  cuando.

Muchos dicen que estaba borracho cuando se cayó del andamio pero a mí los doctores me dijeron que no, y yo les creo. Otros dicen que fue un castigo por lo malo que había sido conmigo. Yo pienso que son cosas de Dios.

Lo que más me duele es no haber tenido un dominguito para estar con él en la casa, o para salir por ahí a la plaza. Aunque viéndolo bien sí tuve mi domingo con él, el último antes de morir, cuando me acompañó a lavar y me acarició el pelo. Es lo único que yo quiero recordar de todo lo que he vivido hasta ahora en la vida. Mis vecinos dicen que yo he sido muy boba, pero lo que hice lo hice para que él estuviera contento y no sufriera.

Creo que era mejor así…
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* Nacida en Yarumal. Escritora, cuentista y columnista. Fundadora de la famosa Librería Aguirre, junto a Alberto Aguirre. Promotora cultural, desde distintos espacios de ciudad, entre los que sobresalen algunas escuelas públicas de la ciudad, emisoras culturales, el Museo de Antioquia y el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe de Medellín. Escritora asidua de cientos de columnas en diversos periódicos de la ciudad (El Mundo, El Colombiano, entre otros),  textos recopilados en tres libros: Historias, editado por el Museo de Antioquia en 2004, La Escuela y la Vida, editado por Fundación Confiar en 2006, y Mujer y Tiempo, editado por Fundación Confiar y Confecoop Antioquia en 2009.

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